Rocío Prieto Valdivia
Había una vez unos amiguitos. Los
cuales se conocieron desde el kínder, los pequeñitos, ambos, eran un par de niños con una madre que trabajaba. Uno, su madre era muy joven y distraída,
pero amaba a su hijito y cada vez que podía, le hacia una y mil
cosas para que el pequeño sintiera su calor, su amor. Así que Gustavo era
un niño muy feliz.
Mientras que Alberto, todo le compraba su madre, pensaba que dándole cosas el
niñito sería feliz.
Qué equivocada estaba,
el dinero podrá comprar cosas llenas de lujos más nunca tendrá la misma calidez
de un detalle hecho con amor y cariño.
Ambos niños iban creciendo
y haciendo más fuertes sus lazos de amistad. Eran muy felices en
ese mundo de niños, corrían y compartían un cálido abrazo.
Mientras sus madres
seguían su vida, una en su afán de dar
cosas llenas de lujos, y la otra luchando por sacar a su hijo adelante y dar al
pequeño gustavito un tiempo de calidad. Así los años pasaron y
los niños siguieron alimentando su gran amistad,
compartiendo escuela y juegos y tareas. Y los dos adolescentes con
sus confusiones y sentimientos, ahí encontrándose en esa etapa, donde el mundo es un gran
barco, lleno de emociones y rebeldía.
Sus madres, buenas trabajadoras que nunca se conocieron más que por teléfono. Eran muy diferentes entre sí, pues Lucila era una profesionista con carrera y llenaba a beto de lujos y ropa
de marca pero beto lo que necesitaba era un poquito de calor humano, pues creció entre sus televisores de marca. Mientras Gustavo podía disfrutar de
largas pláticas con su madre Cinthia, su
madre le ayudaba a forrar sus libros, cocinaban juntos, aunque era poco el tiempo y sus recursos eran limitados.
Trataba de ser una
madre buena, pero a Lucila le
faltó ser más compremetida con beto. Muchas veces el
dinero podrá comprar el mundo entero, pero no un momento con nuestros
hijos, no olvidemos que el tiempo
transcurre y de ver su carita por primera vez. Y al volver a abrir
nuestros ojos nuestros hijos ya habrán volado a otro nido.
Entonces querremos
volver al principio del comienzo y disfrutar cada patadita en nuestro vientre,
lleno de amor y ese ser creado. Es nuestro interior que se alimenta de nosotros. Alimentemos siempre ese amor, no basta
con comprar todo, si no dar tiempo de calidad, tiempo en el cual
alimentemos su alma.
Pues no basta en
darles la vida y llenar su pancita con alimentos, también hay que llenar su corazón.
Demos a nuestros hijos las armas para ser triunfadores
y la principal es el amor y el compromiso consigo mismos.