El hospital y la rebelión de las masas


Ramiro Padilla Atondo

Mi esposa padece de la presión y tiene crisis esporádicas. Si se le pasa el medicamento, esto puede resultar en una muy mala situación. Hace algunos meses, este fue el caso. Un domingo en la mañana amaneció con la presión muy alta, por lo que tuve que correr con ella al hospital. Su estado era grave así que decidí estacionarme hasta adentro, en el estacionamiento reservado para las ambulancias.
El guardia de seguridad al ver el estado de mi esposa me dio el paso y me dijo que tocara de manera inmediata en uno de los consultorios. Acomodé a mi esposa en una silla y comencé a tocar de manera rabiosa la puerta para que me atendieran. Como a los cinco minutos apareció un médico joven con mal humor enojado por la insistencia. Le dije que mi esposa estaba muy mal y que requería atención de manera inmediata. Me exigió que la registrara primero, pero le dije que la recepcionista no estaba y que mi mujer no podía esperar más, a lo que me respondió que no la atendería si no estaba registrada primero.
Me encabroné y le dije que él estaba para atender emergencias y que esta era una emergencia, que lo del registro lo arreglaría en cuanto llegara la recepcionista. No le quedó más remedio que atenderla en lo que yo esperaba con los papeles en la mano para registrarla.


Pasó un poco más de una hora cuando la recepcionista por fin hizo acto de aparición. Dos señoras se pararon enfrente de mí, y fueron atendidas. Cuando me tocó a mí, la recepcionista parecía entretenida en algo parecido a un juego en la computadora. Cuando me acerqué me dijo que me esperara. Que me parara justo detrás de una raya pintada de manera burda, a unos dos metros de la ventanilla.
Como no tenía ganas de discutir lo hice, mientras la recepcionista se tiraba otros diez minutos haciendo no sé qué cosa. Cuando por fin vi que estaba en condiciones de atenderme le pedí una disculpa y le dije que mi esposa estaba grave por lo cual la había tenido que pasar de manera directa.
Ella me contestó diciendo que ese no era el único hospital, que había otros dos en la ciudad. Le contesté que la entendía pero que ese era el hospital más cercano a mi casa. Me dijo que jamás se permitía que un paciente ingresara sin registrarse. Le dije también que lo entendía, pero que el estado de mi esposa era grave, y que  tenía más de hora y media esperándola.
Me gritó que para la próxima no me atenderían (aventándome el seguro popular) lo cual fue más de lo que podía soportar, por lo que le grité que me tenía que atender porque esa era su obligación, porque ella comía del dinero de mis impuestos, y le agregué un par de adjetivos ad hoc para la ocasión (pinche vieja prepotente, ya consíguete marido).
Por supuesto que  en este tipo de situaciones se hace un silencio sepulcral. No se oía el mínimo ruido en la sala de emergencias atestada de gente. Me regresé y me senté preguntándome porqué un trámite tan sencillo tenía que ser una pesadilla. Lo único que tenían que hacer era estabilizar a mi esposa y me la llevaba.
Seguimos creyendo que los servidores públicos son nuestros superiores cuando es claro que son nuestros empleados.
La recepcionista volvió a cerrar la ventanilla y se fue con el médico de turno a quejarse, queriendo que me sacaran por la fuerza. Regresó con la doctora y me señaló con el dedo. Siempre llevo conmigo libros. En esta ocasión llevaba La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, lo cual me pareció curiosísimo. La doctora desestimó la acusación y regresó a trabajar, (un lector nunca será agresivo asumió ella y asumí yo para mi conveniencia). Y el título del libro me hizo reflexionar. En México no hay ninguna rebelión de las masas, seguimos en la indiferencia. Y exigir nuestros derechos no tiene que ser un acto extraordinario, exigir nuestros derechos tiene que ser natural.
La recepcionista pasó un muy mal momento cortesía mía. Pero hay   que tener el valor en este tipo de situaciones. Agachar la cabeza no sirve de nada. Bien decía Jorge Castañeda en Mañana o pasado el misterio de los mexicanos que rehuimos la confrontación. Pero ésta es necesaria en ocasiones.
Y si se vuelve a poner al brinco. La vuelvo a regañar. Faltaba más.