DICEN QUE DIJERON QUE ANDAN DICIENDO QUE…

Margarito López Ramírez

… don Jorge López Mejía (El Mamacito), era hombre dado a referirse a las personas con expresiones cariñosas: “oiga usted, mamacito…, permítame mamacita…, no se preocupe, mamacito”. Hubo pues, en su decir: mamacito aquí…, mamacita allá… y más Mamacitos y Mamacitas por doquier. He ahí que la gente le haya endosado el sobrenombre de Mamacito, y que a su hijastro, el señor Filemón Astudillo Ortiz, le haya heredado el mismo seudónimo.

Sus contemporáneos narran que no obstante que en aquellos tiempos la carretera Tixtla-Chilpancingo era una brecha casi intransitable que ahora se denomina carretera vieja, todo aquel que viajaba con él no sentía lo abrupto y difícil del camino  porque su conversación jovial y sus ocurrencias aligeraban y amenizaban el momento.

Cuentan que era muy dado a decir:

“Mi coche sube, avanza más cuando traslada a ocho o nueve pasajero. Cuando sólo lleva dos o tres criaturas del señor, su transitar resulta  dificultoso…” Los oyentes que viajaban por primera vez con Don Mamacito, quedaban admirados al escuchar tal afirmación. Reflexionaban: “entre más peso, mayor es la dificultad con la que el carro tendrá que lidiar”. No sabían éstos que se refería a que si su vehículo llegaba a sufrir un desperfecto o se atoraba en el lodazal que se formaba por las abundantes lluvias en el paraje  “Los Guayabitos”, éste avanzaría con el esfuerzo de sus pasajeros que se verían obligados a empujarlo para no quedarse en la mitad del camino.

Y en otros momentos afirmaba:

“…No están ustedes para saberlo ni yo para contarlo, Mamacitos, pero sepan que una noche cuando viajaba de Chilpancingo a Tixtla trayendo cupo lleno, repentinamente se apagaron las luces de mi coche a la altura de El puente Zapata, allí donde dicen que aparece y espanta La Mujer de Blanco. Aunque temeroso, como en otras veces, me detuve para reparar la falla eléctrica pero por más que le busqué a los cables no logré mi propósito. Había mucha oscuridad. Todo se veía negro, y en el silencio de la noche raras veces interrumpido por el canto de los grillos, se escuchaba  el pujido de un tecolote. Luego de ese momento, más que preocuparme por lo cegatón de mi automóvil, me  mortifiqué por mis clientes que aterrados soportaban los piquetes de zancudos. Como viese que éstos se los estaban recetando,  les dije: mamacitos, papacitos, ¡súbanse!; por favor ocupen sus asientos. Ni tardos ni perezosos me obedecieron. Cuando todos estuvimos acomodados en el carro, saqué mi pistola, corté cartucho y no paré de disparas a lo largo del tramo de la carretera que me faltaba recorrer hasta llegar a la orilla del pueblo en donde se había amontonado la gente atraída por los flamazos de mi revolver. Enterados de lo acontecido, rieron y me felicitaron…”

Como en otras ocasiones, quienes lo escuchaban, festejaron una más de un sinnúmero de anécdotas que perduran y enriquecen el decir popular.

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