¿Quién dirá dónde está la ficción/ si la ficción no está aquí? escribió Agatha Christie, y a pesar de esto la buscamos a veces con cierta ingenuidad cuando abrimos una novela, al amparo de un título nos prometemos reposo, lejanía, distancia sanadora. Como Tomás, no descartamos que hay otros lugares donde la vida distinta es posible. Como en un sueño arcano de ir de la ciudad a la provincia, así vamos buscando la ficción.
Pero si la ficción no se encuentra donde esperamos, ¿dónde está?
La pregunta se duplica en otro ámbito también dentro de la novela, Nuestro mismo idioma, Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas 2015, escrita por Alejandro Espinosa Fuentes y publicado por loa Secretaría de Cultura. ¿Dónde está nuestro lenguaje? O con mayor precisión, ¿dónde están nuestras palabras dichas en un auricular, escritas en un sistema binario, perdidas en el espacio o clavadas en una intención o una memoria?
Todo flota hasta que es lenguaje, lo que une a los personajes de esta historia es la persecución de la comprensión de sus historias que se origina en la fragua de las palabras.
Itzel Villalba, jamás tuvo interés en las costumbres mexicanas “profesaba una sincera devoción por las culturas antiguas, los celtas, los etruscos, los persas, aborrecía el mimetismo que se proponían las grandes ciudades del norte del país con respecto a las ciudades del sur de Estados Unidos, la fayuca y los moles”, usaba como somnífero inventar etimologías a las palabras, en un juego de entender la realidad a partir de su elemento primordial, el vocablo.
Tomás, quien creció en una dimensión híbrida y marcado por el elevador del tiempo que se encuentra en el armario de la casa de sus abuelos en Saltillo, es la prueba de que las historias personales son precisamente aquellas que no entendemos, esas casas de árbol sin árbol, que no encuentran final ni sepultura, esas, condenadas a ser literatura.
Marina Henestrosa vive con la obsesión de saber si las palabras se quedan atoradas en el cable telefónico; con el recuerdo de las palabras de su padre escritas en unas cartas que nunca ha leído. Mari, la abuela de Tomás, con la placa de acero que controla un tumor cerebral que la hace desolvidar y olvidar y quien es, por ello, la receptora de otras palabras, las pensadas alguna vez por Horacio Acevedo.
Rutilo Contreras sentenciado a tener únicamente el lenguaje de la brutalidad, del sometimiento por la fuerza.
Y Horacio Acevedo, que lleva su libreta repleta de versos perdidos, creador de la propuesta Mundo Acevedo, una especie de programa radial que expondrá el mundo desde el lenguaje del joven poeta, que sueña con domar al tiempo, y que podrá ser captado con una instalación de elaboración casera. Horacio Acevedo, el descubrimiento y sentido de ser que encuentra Itzel Villalba.
Quién recuerda el tiempo sutil en el que cabía el verbo discurrir, quién recuerda que la provincia rodaba en ese tiempo y anclada en la idealidad. Queda la inocencia del Sol interminable de Saltillo, quedan las tortillas de harina hechas a mano, y la belleza de la sibila norteña. También quedan los recuerdos de Tomás, quien llega quizá sin más intención que dejar atrás el sinsabor de su mundo, quizá para prolongar el odio a todos, o para poder ahora sí, entre los desvaríos y clarividencias de su abuela, escribir una novela.
Queda la intención de Marina de volver a verlo otra vez todo, desde la pérdida o la conquista de una nueva y peligrosa lucidez. Pero sabemos que hasta las intenciones más sencillas siempre se ven sometidas a la fuerza vital de lo oblicuo, no importa qué tan horizontales nazcan en la imaginación.
No importa que Itzel Villalba mantenga su alejado desprecio a esa tierra a la que se vio obligada a volver por la súbita pérdida de su riqueza, da igual que quiera circunscribir su mundo al taller de poesía en La Casa Sterne.
Es por demás también anhelar un mundo estético, cuando se es hijo de un ex gobernador. Nada importa cuando el mismo progreso es la nueva vía del narcotráfico.
“¿Quién morirá cuando muera?”, ¿cuántas muertes se desprenden de una muerte?, ¿y se muere o quedamos esparcidos en otras conciencias?
A veces la ficción es una esfera de lenta tortura, las imágenes y la trama van reuniéndose delicada y seductoramente en torno a un gran estallido que nadie vio venir.
En Nuestro mismo idioma flota algo que recuerda aquel cuento de los hermanos Grimm en que la niña debe tejer siete camisetas en la oscuridad para que puedan sus hermanos, atrapados en un hechizo, en una maldición, recuperar la forma humana. En esta novela es la recuperación de ese mismo idioma lo que de algún modo intenta preservar o devolver la forma humana a los habitantes de un país sumido en formas bestiales.
Alejandro Espinosa Fuentes, Ciudad de México, 1991, es narrador, poeta y traductor. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, así como el diplomado de escritura en la Sociedad General de Escritores de México (Sogem) y el Programa de Escritura Creativa en el Claustro de Sor Juana. Ganó el Premio Nacional de Cuento Sergio Pitol 2015.
Alejandro Espinosa Fuentes, Nuestro mismo idioma. Fondo Editorial Tierra Adentro/ Conaculta, 2015, 186 pp.
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