Su infancia solitaria, la solicitud de don Alfonso Reyes para que escribiera prosa, su gusto por los cuentos de Juan José Arreola, fueron algunas de las anécdotas que la noche del 14 de febrero compartió con sus lectores la escritora Amparo Dávila (Pinos Altos, Zacatecas, 21 de febrero de 1928) en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.
La participación de la galardonada con el Premio Xavier Villaurrutia en 1977 por su libro Árboles petrificados fue parte del ciclo Mujeres de Letras, organizado por la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).
Acompañada por el narrador Mauricio Montiel Figueiras y la escritora Luisa Iglesias Arvide, la autora zacatecana agradeció a la audiencia que lea sus historias. Precisó que sus cuentos (a los que les deja finales abiertos) son como sus hijos, por ello todos son especiales y no tiene preferencia por ninguno.
“Dejo que los lectores tengan su propia interpretación. En cuentos como El huésped o Alta cocina, verán esos finales abiertos. Es dejar que el lector interprete lo que crea conveniente, no que yo le imponga algo. Pueden decidir varios finales o uno, el que más les convenga”.
Luisa Iglesias definió los textos de la escritora de 88 años como oscuros y siniestros. Le preguntó de dónde surgen o parten sus relatos, a lo que Amparo Dávila respondió: “en mí todo sucede espontáneamente”.
El cuento se hace misteriosamente, va surgiendo por él mismo sin que uno haga gran esfuerzo, así los he dejado salir. […] En el mundo hay mucha maldad y bondad, en mis historias se mezclan uno con otro y va saliendo un texto. A veces se inclina hacia un lado, a veces hacia el otro, el personaje puede ser muy malvado o tener algo de ternura, nunca se sabe”, comentó.
En otra de sus intervenciones, dijo conocer la soledad desde pequeña. “Tuve un hermano que quise entrañablemente. Murió y me quedé sola. Yo me sentí desamparada, solo me confortaban mis perros y gatos. Con mis perros iba a la montaña a recoger flores y piedritas. Soñaba que con las flores podía hacer perfumes y con las piedras oro. Era totalmente alquimista”, compartió la cuentista.
Dávila trabajó como secretaria de Alfonso Reyes en la Ciudad de México entre 1956 y 1958. Esa relación contribuyó a que la narradora escribiera cuentos.
“Insistió en que escribiera prosa, yo sólo hacía poesía cuando llegue con él. Me dijo que la prosa era indispensable para cualquier manifestación literaria. Empecé a escribir algunos cuentos, se los mostré y le gustaron bastante. Dijo que los publicaría, yo me opuse, le comenté que los escribí porque él quería”, recordó.
Sobre su relación con otros autores expresó que con Julio Cortázar compartió intereses como el jazz y la fascinación por los gatos; y que entre sus autores favoritos están Juan José Arreola, Juan Rulfo, y Agustín Yáñez.
Finalmente, quien fuera becaria del Centro Mexicano de Escritores en 1966, a los jóvenes interesados en escribir les aconsejó leer a los clásicos y no dejarse vencer fácilmente. “Lean a los buenos escritores que les puedan dejar algo, no a los escritores que los aburren”, puntualizó.
Luisa Iglesias describió a la prosa de Amparo Dávila como impecable e implacable, ante el que sus lectores guardan silencio y transporta a otra época.
“Maestra, usted me enseñó desde niña que había otras maneras de desafiar al mundo, de reconstruirlo contando historias, sin tener más miedo que el de nuestras propias creaciones. Me mostró que es posible aprehenderse de un libro y transformarlo en la única arma que quiero sostener en esta vida: la imaginación”.
Las primeras obras literarias de Amparo Dávila fueron los poemarios Salmos bajo la luna (1950), Perfil de soledades(1954) y Meditaciones a la orilla del sueño (1954).
Recibió la beca del Centro Mexicano de Escritores en 1966. En el género de cuento destacan sus títulos Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964), Muerte en el bosque (1985) y Cuentos reunidos (2009).
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