Juan José Arreola el fabulista, el entrañable oponente en partidas de ajedrez, el actor y prestidigitador, fue también un escritor milagroso que desentrañó con sus palabras no sólo el espíritu de México, sino que mostró al mundo la universalidad de cada una de nuestras raíces.
El escritor Juan José Arreola (Ciudad Guzmán, Jalisco, 21 de septiembre, 1918 – Guadalajara, Jalisco, 3 de diciembre de 2001) desde pequeño mostró su pasión por la lectura y amor a los libros, aprendiendo a los 13 años el oficio de encuadernador.
Su incursión al mundo de la literatura fue de manera accidental, cuando de niño regresaba a su casa y escuchó a un grupo de escolares recitar un poema de Alfredo Placencia. Aquellas frases fueron como un influjo poderoso que lo inspiró a memorizarlas, a desmenuzarlas, a grabarlas para siempre en su alma. Poco después llegó con su familia y en el comedor comenzó a repetir aquel poema Cristo de Temaca.
Juan José Arreola fue conocido por toda una generación como uno de los escritores más indefinibles y apasionantes de la cultura mexicana, su legado y aún sólida presencia en la cultura nacional sigue vigente a casi 100 años de su natalicio.
El autor confesaba que nunca terminó la educación primaria, pero así como aprendió el francés con sólo ver películas, también adquirió fuera de los salones de clase una asombrosa cultura literaria, a la par de desempeñar los más singulares oficios: vendedor de tepache, criador fracasado de gallinas, vendedor de zapatos, recitador de cuentos en plazas públicas, y más adelante, profesor de francés, traductor, impresor y corrector de pruebas en el Fondo de Cultura Económica.
Se decía que entre el Arreola público y el privado no existían diferencias, volcando con generosidad su presencia durante la década de los sesenta y setenta, convirtiéndose en parte de ese espíritu cultural en todos los ámbitos
Hasta antes de la incursión de Arreola en diversas encomiendas de la promoción cultural, el concepto de “taller literario” no existía en nuestro país. Desde 1964 cuando impartió su primer taller, muchos de los que acudían sabían que con aquellas lecturas en voz alta lo que trataba de transmitir era el cultivo de una sensibilidad especial ante el lenguaje.
Juan José Arreola instaba a sus alumnos a adquirir un estilo propio a partir de hallar un ritmo y un compás en el lenguaje. El sonido de las palabras era el primer paso, para después incursionar en la escritura reescribiendo una y otra vez los textos.
Fundó la colección literaria Los presentes, en la que debutaron los jóvenes colaboradores Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y en la que se publicó por primera vez a Julio Cortázar en nuestro país.
Se decía que Juan José Arreola se conducía en la vida como una de sus criaturas literarias, hablaba como ellas, no distinguía entre la imaginación y la realidad. Lo aquejaban problemas en apariencia pequeños, las carreras de automóviles y bicicletas, el ping pong, el ajedrez, las erratas en los libros leídos, la lentitud con que maduran ciertos quesos y la rapidez con que se marchitaban ciertas divas famosas.
Con esa presencia y costumbres que iban también desde el amor por la carpintería, la cata de vinos y los juegos de ping pong, Arreola nos mostró que el arte puede ser también una gran compañía en la vida cotidiana.
La obra publicada de Juan José Arreola no es muy extensa, pero la experiencia que nos comunica es extraordinariamente variada, por estar colmada de símbolos poéticos mediante los cuales nos transmite su universo personal. Unas veces serán animales: topos, sapos, insectos, arañas y conejos, los animales mayores de su Bestiario. Otras tantas serán figuras históricas o semihistóricas como Baltasar Gerard o Nabónides.
El también fallecido escritor Hugo Gutiérrez Vega, entrañable amigo del escritor jalisciense, consideró que la novela La feria, de Juan José Arreola, es uno de los textos narrativos más importantes de innovadores del siglo XX literario y aseguró que Arreola parte del amor por su tierra para encomiar sus paisajes y gente, hacer la crítica de las costumbres, contar su historia y recorrer de nuevo los vericuetos de la infancia, lleno de pequeñas glorias y de largas sombras.
"Es claro que La feria tiene, además del abuelo del autor, muchos narradores y que es el pueblo entero el que cuenta la historia. Por eso Pedro Bernardino, el anciano comunero, va adquiriendo una importancia creciente. Lo mismo sucede con los miembros de la comunidad indígena que pelean por sus tierras contra los grandes hacendados. Estas luchas recorren todo el libro y son, junto con la hermosa descripción de los ritos y trabajos agrícolas, las tareas del amor, la furia de la naturaleza y las bellas labores artesanales, otra columna vertebral de esta gran novela", afirmaba Hugo Gutiérrez Vega.
En 1985 en el homenaje que le rindieron diversos escritores en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, Salvador Elizondo afirmó que Juan José Arreola no podría ser nunca calificado como un retórico y sí como uno de los escritores más importantes de nuestro tiempo.
“Su obra es como un acto de magia misericordiosa, un acto de caridad dirigido a los humillados y ofendidos del escrito literario. Dicen que Cervantes y Goethe tuvieron también el secreto de esa alquimia que encuentra el oro en el texto”, mencionaba Elizondo.
Pero sin duda uno de los mayores homenajes que recibió en vida Juan José Arreola fue el prólogo escrito por Jorge Luis Borges para la edición deConfabulario, de la colección Tezontle, del Fondo de Cultura Económica, en el que afirmó:
“Creo descreer del libre albedrío, pero si me obligaran a cifrar a Juan José Arreola en una sola palabra que no fuera su propio nombre, esa palabra estoy seguro sería libertad. Libertad de una ilimitada imaginación regida por una lúcida inteligencia. Desdeñoso de las circunstancias históricas, geográficas y políticas, Juan José Arreola, en una época de recelosos nacionalismos, fija su mirada en el universo en sus posibilidades fantásticas. Que yo sepa, Juan José Arreola no trabaja en función de una causa y no se ha afiliado a ninguno de los pequeños ismos que parecen fascinar a las cátedras y los historiadores de la literatura. Deja fluir su imaginación para deleite suyo y para deleite de todos”.
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