Carolina Rojas
Como no recordar aquél olor a puro, proveniente de los pulmones de señores panzones y barbones que solo hacían que se me tapara la nariz. Mi pequeña nariz de apenas diez años. Comer un elote mientras hacíamos fila en la taquilla y soportar inquietamente el sonido de la banda que tocaba maléficamente “cielo andaluz”. Veía a los demás niños correr y yo bien quietecita enrollada a la pierna de mi papá, con miedo a que se soltara aquella “bestia” de su corral. No se me olvidaba pedir un cojín color rojo; los asientos estaban incomodísimos. Y ahí va de nuevo esa molesta y estresante canción, la misma que utilizan para abrir plaza, mientras hombrecitos vestidos con un trajecito pegadito desfilan alrededor de ella. Volteaba a un lado y mis ojos se topaban con señoras rechonchitas echándose aire con su abanico. Ellas sin perder la postura, ellas seguramente sin una idea de el por qué estaban ahí, pero ellas tan bellas con el “bluff” a todo lo que daba. No podían faltar los señores con sus boinas y uno que otro artista fanático. Personitas de mi edad faltaban, por un lado eso era bueno, el show no debería ser apto para menores. Se abrieron de repente unas puertas en el ruedo y salió apresuradamente aquella tan esperada “bestia”. Aquella que todos tachaban de salvaje, malvada y merecedora a una muerte lenta pero honrada, porque según que para eso vino a este magnífico mundo. Realmente no encontré maldad alguna, sus ojos redonditos miraban desesperadamente a un público ansioso por verla morir, su cabeza volteaba a todos los lugares de la plaza, dudando de lo que pasaría después. Hasta que encontró una especia de tela roja, aquella que llaman capote.
Ese color rojo chillante llamó su atención y por eso corría directo a él. Yo procuraba no llevar ropa roja, “no más por si las dudas” decía mi papá. Y así traían a la pobre bestia, corriendo de un lado a otro mientras el exigente público gritaba ¡olé! como burla hacia el callado y cornudo rival. Y ahora van unos palos forrados, parecían de piñatas pero realmente se llaman banderillas, y no, no sirven para pegarle a la piñata, tienen un pico filoso que sirve para ser clavado en el lomo de la “bestia” y provocar hemorragias constantes que debilitan lentamente. Y ellos ¡olé! de nuevo, y yo intentaba que mis gritos fueran más fuertes para que aquel hombrecito vestido con traje pegadito me escuchara ya para que parara aquel show tan inequitativo. ¿Quién iba hacerle caso a una niña mentecata?
Era mejor sentarse y taparse los ojos. Quedaba un huequito entre mis dedos, el morbo me ganaba y a través de ese pequeño huequito pude ver el final de mi amigo “la bestia”. El hombrecito con traje pegadito se paró frente a la “bestia” que quietamente espero cansada, embarrada de sangre y sin la misma fuerza y coraje con la que salió al ruedo, mirando con un pequeño nivel de esperanza por vivir, pero aquel hombrecito carecía de piedad y pasión por ella, mirándola frívolamente se aventó hacia ella, clavando en su lomito una especie de espada de acero llamada estoque que atraviesa cada parte, cada espacio, destrozando su hígado, sus pulmones, destrozando su gran arteria y causando una agonía bañada de sangre, perdiendo aquella batalla en la cual su única arma fueron sus cuernos y su único equipo que deseaba su triunfo era yo. Tal vez yo no era su único equipo, quizás otras personas sintieron la misma repulsión ante aquel acto inhumano, pero el bluff ante todo señores. “Bestia” no había muerto aun, se desvanece poco a poco, mientras más hombrecitos con trajes pegaditos corren hacia él, uno de ellos con un cuchillo pequeño llamado descabello que es clavado en su nuca hasta morir.
Concluyó aquella faena con una canción llamada “El gato Montés” acompañada cínicamente de aplausos y aquel hombrecito en brazos de una muchedumbre superficial. Por otro lado, el cuerpo sin vida de “bestia” era arrastrado de sus cuernos por una carreta formada por caballos. Adiós gran y valiente “bestia”. Aquel hombrecito de traje pegadito realmente se llama torero y aquella bestia malvada y salvaje es un toro, ¿a quién le quedará mejor el nombre de bestia? ¡Qué cobarde fui! Al pensar que taparme los ojos era la solución.
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