Noé
Ibáñez Martínez
Una
llamada telefónica de mi madre me desconcertó. Me hizo una pregunta que no le
pude responder y me dejó pensando. En los últimos días, dice que ha seguido las
noticias sobre el caso de los normalistas asesinados y desaparecidos en Iguala
en la noche del 26 y las primeras horas del 27 de septiembre. Como madre, sin
duda al enterarse, se horrorizó de cómo asesinaron y desaparecieron a 43
normalistas, pero no sabía por qué; y me preguntó:
- ¿Por qué el gobierno quiere que estudien los
jóvenes, pero luego los manda a matar?
No
supe darle una respuesta concreta. Traté de explicarle que de acuerdo a lo que
se sabe en los medios de comunicación, es que un grupo armado en complicidad
con policías municipales, les dispararon y se llevaron a varios sin que nada se
sepa de ellos hasta el momento.
La
magnitud de los hechos en Iguala ha acaparado la atención, indignación y
repudio de la comunidad internacional; pero también, ha despertado la inquietud
y preocupación de padres de familia quienes tienen hijos estudiando en alguna
escuela fuera de sus comunidades. Temen que las autoridades ―de cualquier
nivel― lleven a cabo algún acto de injusticia como la que ocurrió con los
jóvenes en Iguala.
Además
de este impacto psicológico, a 24 días de los sucesos, aún no aparecen los 43
estudiantes. La reacción de los padres, normalistas, maestros y otros sectores
de la sociedad ha ido escalando de magnitud. Su exigencia en primer término es
que aparezcan con vida los normalistas, y en segundo lugar, el castigo a los
responsables. Pero mientras continúa la búsqueda, el alcance de este suceso ha
repercutido en otros ámbitos como la economía y la política.
En
la primera, el mismo secretario de Hacienda, Luis Videgaray reconoció que la
percepción de México ante los ojos de los inversionistas podría verse afectada.
“Por supuesto que hechos tan graves como estos pueden tener un efecto sobre la
percepción del país en general, en la comunidad económica, en la comunidad de
inversionistas”, dijo una entrevista.
Incluso
también hace unos días, el alcalde de Acapulco, Luis Walton ha reconocido que
tras los hechos en Iguala y las constantes manifestaciones en Chilpancingo y
otras ciudades del estado, y la toma de la Autopista del Sol, ha “espantado” el
turismo en el puerto, y urgió a las autoridades encontrar a los normalistas
desaparecidos.
Por
su parte, Joaquín Badillo, presidente de la Coparmex en el puerto de Acapulco, confirmó
que esos hechos han generado situaciones complicadas para el sector económico,
y mencionó que el anuncio de la megamarcha generó incertidumbre entre la
población; “notas informativas no agradables provocaron cancelaciones de
cuartos de hotel y de vuelos internacionales de avión, en 70 por ciento para
este fin de semana”.
En
el plano político, sin duda, el caso Iguala ya se politizó; a pesar del llamado
de varios personajes a evitar sacar “raja política”. La dirigencia nacional del
PAN y cierto sector del mismo PRD, están más preocupados y ocupados en insistir
en la dimisión del gobernador Ángel Aguirre Rivero que asumir su propia
responsabilidad. ¿Qué autoridad moral tienen para urgir que Aguirre renuncie si
fueron ellos quienes designaron un candidato que, sabían, tenían nexos con el
crimen organizado?
Sin
duda, sobre estos hechos hay preguntas en el aire todavía que la autoridad
federal que asumió el control de las investigaciones, tiene que responder y
pronto. Mientras que los padres de los jóvenes continúan con la incertidumbre
de saber qué pasó con sus hijos, y mantienen la esperanza de localizarlos con
vida. Eso si la versión del padre Solalinde no lo confirme la PGR.
Lo
que sí podemos confirmar es que los hechos en Iguala y Tlatlaya ponen en jaque
las instituciones del país y es una prueba dura para el Estado mexicano. Es
claramente, un escenario de desaparición forzada donde participaron agentes
municipales. Nada volverá ser lo mismo, seguramente habrá cambios importantes
en la política pública.
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