Baltasar Hernández Gómez
Las alarmas
debieran encenderse con luces destellantes y sirenas estridentes ante el
reporte publicado por la Secretaría de Gobernación que informa la existencia
legal de 340 casinos en México. En este listado no están incluidos clubes
clandestinos, casas de juegos tolerados y miles de máquinas colocadas en
misceláneas y tiendas minoristas, con las que podría tenerse una dimensión más exacta
del imperio de los juegos de azar. Aunque incompleta la cifra tiene brillo
propio si la comparamos con las 180 instituciones universitarias que hay en el
país (dato proporcionado por la Asociación Nacional de Universidades e
Instituciones de Educación Superior [ANUIES]) sin contabilizar las escuelas
privadas con exigua calidad académica o que no cuentan con registro, las cuales
pululan como “alternativa” para jóvenes de clase media que no desean asistir a
instituciones públicas, o bien, que están imposibilitados a pagar inscripciones
y mensualidades que fluctúan en el rango de cinco a veinticinco mil pesos.
La
proporción es casi dos a uno, es decir, dos casinos por universidad. El dato por
sí mismo resulta aterrador, pues trasluce que en la segunda década del tercer
milenio la idea prevaleciente es que vale más un golpe de suerte que estudiar
3, 4 ó 5 años para obtener título y patente profesional. Las poblaciones que
destacan por tener mayor operación de casinos son: Tijuana, Baja California
(18); Mexicali, Baja California (13); Hermosillo, Sonora (12); Delegación
Benito Juárez, Distrito Federal (11); Monterrey, Nuevo León (10) y Zapopan,
Jalisco (9).
La revista Forbes
divulgó que la “industria mexicana del entretenimiento” origina cincuenta mil
empleos directos, ciento cuarenta mil indirectos y una derrama superior a 1,400
millones de pesos anuales. Los cálculos para 2014 estiman que más de tres y medio millones de
personas asistirán a los casinos y por ello la tendencia prevista es que los
clubes de juego se incrementen a un ritmo vertiginoso, ya que representan un
negocio altamente rentable. No hay crisis, depresiones, pérdidas individuales o
colectivas que los detengan. La empresa CODERE, que tiene alianza con Grupo
Caliente de Jorge Hank Rhon, hijo de Carlos Hank González, político que ocupó
encumbrados cargos en administraciones estatales y federales, además de haber
concentrado una de las fortunas más grandes del país, comunicó que la industria
de los juegos de azar logró recaudación neta de setecientos millones de dólares
en 2013.
La
proliferación de casinos no puede ser vista como captación de dinero o fuente
de trabajos a secas, porque su expansión es parte del permiso soterrado para
que se perpetren actos ilegales, contubernios, corrupción, descomposición
social, suicidios y multiplicación del crimen organizado. Aunque iglesias,
asociaciones civiles e integrantes de partidos políticos propaguen en público
que están contra los casinos, el poder de Televisa, Olegario Vázquez Raña,
Carlos y Joaquín Riva Palacio, los hermanos Rojas Cardona, entre otros, puede
más que advertencias, muertes, atentados, miserias humanas, clausuras, cobros
de impuestos y de piso. El argumento central de los emisarios del juego es que los
casinos son complemento indispensable del turismo. La realidad demuestra que
los casinos no son panacea económica, sino sitios donde prosperan adicciones de
todo tipo.
Los
recursos que llegan a casas de juego tienen diferentes procedencias: sueldos,
empeños, venta de propiedades y valores, hasta robo, secuestro, extorsión y
lavado de dinero, y por ello la resultante no es medible únicamente en dividendos
y apoyos al desarrollo regional o nacional, sino en las repercusiones que estimulan
alcoholismo, drogadicción, prostitución, trata de blanca y ludopatía. Ésta
última es una enfermedad que trastorna la personalidad de los individuos por la
extrema dificultad para controlar impulsos en la práctica de uno o más juegos. La
ludopatía afecta la vida cotidiana, a la familia, la convivencia social,
trabajo y preservación de la vida, y por esto no debe confundirse como afición
o pasatiempo, toda vez que se trata de una enfermedad crónica, degenerativa y
mortal. Mientras las fanfarrias retumban, las adicciones aparecen a granel y en
corto plazo se transmutarán en graves problemas de salud pública.
En un país
con pobreza material, emocional y espiritual a millones de personas sólo les
queda seguir rodando por el túnel de creencias sobrenaturales, rifas, tandas,
negocios ilegales y apuestas. Y si de apostar se trata, muchos mexicanos recurren
al “desafío” de los juegos, que va desde el volado, que es el acto de arrojar
una moneda al aire y pedir una de las dos caras, para ver si se gana al retador
una bebida, comida, dinero o propiedad; hasta lotería, juegos instantáneos,
bingo, naipes, yak o máquinas electrónicas. La incertidumbre laboral y escasísima
movilidad socioeconómica han provocado que muchos mexicanos de todas las edades
opten por la prostitución, robo, comercio informal, piratería y casinos.
¿Para qué
estudiar tantos años si con un golpe de suerte puede resolverse el futuro
inmediato? En muchos casos jóvenes, adultos y personas de la tercera edad se
vuelcan a gastar lo que tengan o consigan. La sinapsis simbiótica genera el
pensamiento de que es preferible estar junto a personas desconocidas, recibiendo
sonrisas y pláticas frívolas, que permanecer encerrados en una habitación de cuatro
metros cuadrados. Por tal motivo, les es más “entretenido” apostar que estar flagelándose
el alma.
Ante un
panorama de desempleo, salarios raquíticos, estrés y sintiendo la “espantosa
levedad del ser”, millones de mexicanos se arremolinan en las salas de juego. En
el paisaje oculto a propósito, las apuestas por la educación, por la sana
convivencia familiar y social llevan las de perder.
Una historia
de profesionista.
Joel obtuvo
hace trece años la licenciatura en administración de empresas en la Universidad
Nacional Autónoma de México. Es soltero con 39 años de edad y vive con una
hermana que todo el tiempo le recrimina que es un fracasado, un don nadie que
no tiene dónde caerse muerto. Además de que habla y escribe correctamente el
idioma español, maneja a la perfección el inglés y un poco de francés, pero ni
así logra conseguir un trabajo digno que aprecie su valía y le permita tener
una vida honorable.
Después de doce
años de trabajar en una empresa productora de pinturas automotrices la rutina le
resulta una carga sombría. Se despierta anhelando se repita un terremoto en la
Ciudad de México (como el del 19 de septiembre/1985) para no asistir a sus obligaciones
de llevar el control del inventario de bienes muebles. Evita a toda costa a la
señora que vende alimentos afuera del edificio porque le debe dinero y se
esconde de los vendedores de ropa, calzado, aparatos electrónicos y lociones
que quincenalmente van a cobrarle deudas añejas.
No tiene
novia ni compañera para compartir la mitad del sábado y el domingo. Sus
experiencias amorosas fueron catastróficas y por eso tiene la convicción de que
todas las mujeres sólo ven el signo monetario en la frente de los hombres.
Duerme acompañado de un muñeco de acción GI-Joe que abraza con apego obsesivo.
Su camastro tiene un indecente tufo a cerveza y tabaco, pero le sigue siendo
útil para soñar que la suerte algún día tocará su puerta y entonces su
existencia dará un giro de ciento ochenta grados. Fantasea que ganará el premio
mayor de la lotería o el monto acumulado de las máquinas de juego electrónicas
donde se sienta horas y horas los fines de semana.
Tiene tres
trajes, 5 corbatas, 10 pares de calcetines, 7 camisetas, un par de zapatos
remendados, 6 camisas desgastadas, un reloj con la carátula de Mickey Mouse que
fue regalo de su padre cuando terminó la secundaria, cama, silla y mesa de
plástico, así como 23 libros que le recuerdan su paso por ciudad universitaria.
No hay anillo en su dedo anular ni cadena de oro que penda de su cuello. Lo
poco que alguna vez tuvo fue empeñado y jamás recuperado.
Vive al
día, pero busca la ocasión de guardarse unos billetes para seguir jugando
compulsivamente. Su físico muestra evidentes síntomas de deterioro, ya que no
come bien y está regularmente enfermo del estómago y la garganta. A últimas
fechas su apariencia corporal es desaliñada y con semblante de angustia rancia
que ni trescientas sesiones de terapia psicológica podrían remediar.
La tremenda
crisis existencial que afronta lo ha hecho plantearse que debe acudir con algún
hechicero, chamán o brujo para quitarse la “maldición” que corroe sus entrañas.
Al final sus ganas se extinguen en la monotonía y la conformidad. Aún con la
hecatombe que sufre no muestra empeño en cambiar hábitos y sigue girando en la
vorágine de la perdición. Muchas ocasiones sueña que si las cosas continúan
igual se lanzará a las vías del tren subterráneo que circula a dos cuadras de
la minúscula habitación donde vegeta, porque “muerto el perro se acaba la
rabia”.
Tres historias
de casinos.
El
abandonado.
Juan tiene
57 años de edad y es divorciado. Empezó a jugar desde los 15 años cuando
llenaba quinielas de fútbol a instancias de su padre, que se la pasaba todo el
día en un bar de la colonia Obrera donde vivía la familia. A los 30 años se
aficionó a las carreras de caballos y posteriormente comenzó a jugar póker con un
grupo de vecinos. Perdió la hipoteca de su casa y rentó una habitación en la
azotea de un edificio del centro de la capital de México. Derrochó ahorros y
pidió su retiro voluntario en el trabajo que había conseguido por recomendación
de un primo en la Secretaría de Economía, mismo que dilapidó en cuatro meses. Alcanzó
una pensión de 7 mil pesos al mes y debido a las carencias económicas, maltrato
psicológico y físico que le propinaba a su esposa, ésta lo abandonó llevándose
a sus dos hijos. Desde hace 9 años no sabe sobre su paradero……..ni quiere.
Todos los
días, desde las once de la mañana se enclaustra en un casino frente a la
Alameda Central y “prueba suerte”, para ver si se le duplican los 200 ó 300
pesos que lleva en su cartera. Puras ilusiones, pues nunca logra su aspiración.
Termina perdiendo el dinero después de varias horas en que la colorida y
ruidosa máquina de figuras alienígenas le sube temporalmente el monto
depositado por medio de tarjeta electrónica, para posteriormente quitárselo. Se
queja, llora, patalea y se arrepiente, pero todos los días regresa.
Ha pensado en
tirarse del sexto piso donde está ubicado el cuarto que renta en un vetusto inmueble
de la calle Perú, no sin antes pedir perdón a toda la gente que dañó, sin
embargo, también le viene el deseo de seguir vivo, vestir bien y comer en
restaurantes de categoría. Viendo al techo de su habitación contiene impotencia
y guarda deseos suicidas. Cuando el sosiego retorna encamina su humanidad hacia
la sala de juegos donde lo esperan jóvenes de traje negro que sonríen por
obligación y cientos de mujeres y hombres que se sientan a su lado, adelante y
atrás, teniendo la ilusión de llevarse un premio millonario, ese que a él no le
llega, pese a que lleva ocho años ininterrumpidos de asistir al casino.
La complaciente.
Susana es
divorciada y tiene 46 años. Sus arrugas, contornos y cabello cano esconden glorias
pasadas. Su esposo la dejó hace 3 años porque no soportó sus salidas furtivas,
los robos a la caja registradora del negocio de abarrotes que con tantos
esfuerzos pusieron y sus constantes ataques de ansiedad mezclados con histeria.
Susy, como le siguen diciendo algunos familiares, comenzó a jugar bingo con amigas
de la unidad habitacional donde vivía con Juan, que le insistían que debía
distraerse. Se creyó la cantaleta y con tal de no acompañar al marido en el negocio
ni sentirse sola, prefirió irse desde temprano a la sala de juegos de la avenida
Costera Miguel Alemán en el puerto de Acapulco, Guerrero, México.
Lo que
empezó siendo una distracción se convirtió en un problema del tamaño del mundo.
Al poco tiempo las incitadoras desaparecieron, pero ella no se amilanó y continuó
asistiendo sola, con la aspiración de agenciarse dinero extra y así adquirir
ropa y alhajas que el local de abarrotes no podía darle. Inició jugando un
cartón de “lotería de números”, luego dos y es la hora en que no se conforma
con menos de tres por partida (lo que equivale a treinta pesos, o sea, 45% del
salario mínimo vigente en México). En un lugar muy recóndito de la memoria quedó
el recuerdo de cuando regresó a su casa a las 3 de la madrugada y encontró el
departamento casi vacío y una nota encima de la mesa de madera apolillada que
servía de comedor. Juan, el que consideraba su Juan, el aguantador por siempre,
había escrito en un pedazo de papel cuadriculado: “Te amo, pero no puedo
permitir que destroces tu vida frente a mis ojos ni me arrastres a la muerte.
Adiós”.
Susana no
trabaja y sobrevive de “cooperaciones” que le dan las personas que se sientan
junto a ella en la mesa de juego. Pone cara de mortificación y cuenta
fragmentos escogidos de su historia personal. Su melodrama surte efecto y el
sentimiento compasivo que provoca atrae pequeños capitales para seguir apostando.
Como esto no es suficiente, desde hace diez meses se acerca sigilosamente a
hombres maduros, pidiéndoles dinero a cambio de favores sexuales en los baños
del casino.
Las
primeras veces lo hizo con mucha vergüenza, pero ahora no conserva pizca de
pudor, ya que la adicción puede más que cualquier principio moral. Se acerca,
los ve y les acaricia la entrepierna. Luego avienta un guiño lascivo,
indicándoles disimuladamente la entrada al sanitario que se encuentra al fondo
del local. En un buen día reúne 500 pesos, mismos que casi deja en su
totalidad, pues guarda 70 pesos para pagar el taxi que la llevará de vuelta a
la pocilga donde habita, un sándwich y una soda.
El paria.
Samuel tiene
33 años y es jugador empedernido. Desde su primer y único empleo formal ocupó un
poco más del cincuenta por ciento de salario para apostar. Fue cobrador en una
empresa de muebles y quincenalmente sustraía montos de los abonos de clientes
para irse al casino. Un día el gerente hizo arqueo contable y descubrió que la
ruta que atendía Sam -como en ciertas ocasiones le decía su madre- era la que
presentaba faltantes. Inmediatamente lo despidió con la amenaza de interponer
demanda en su contra ante autoridades judiciales, a fin de que quedara largo
tiempo en la cárcel (eufemísticamente en México a la prisión se le denomina
Centro de Readaptación Social). Como nada sucedió siguió deslizándose por el
tobogán que conduce al portal del infierno.
Siendo el
séptimo de ocho hijos que procreó su madre con 5 hombres diferentes siempre se
sintió como animalito que crece solo en la pradera. Cuando logra conversar con
alguien manifiesta que su mamá fue de “cascos ligeros”, pero que eso nunca le
importó, ya que lo verdaderamente terrible fue que ella padeció de sus
facultades mentales. “Soy lo que soy porque ella fue una enferma psicótica que escondió
en la ninfomanía sus alucinaciones”, sentencia Samuel cuando su interlocutor de
ocasión le palmea el hombro en señal de consolación.
Durante
mucho tiempo pudo sostener su adicción vendiendo joyería de plata y oro de la
madre y abuela, pero el “tesoro” se acabó. Nunca mantuvo relación estable de
pareja porque el juego siempre fue lo primordial. A las novias las citaba en el
casino para que lo acompañaran como mironas de palo. Comían el menú económico y
al terminarse el dinero las pasaba a dejar -en transporte colectivo- a sus
casas. Ninguna de sus conquistas duró más de tres semanas y por eso se
acostumbró a andar soltero. En este aquelarre de contradicciones llegó al grado
de perder todo y ahora es indigente.
Subsiste de
hacer encargos a comerciantes de su rumbo, quienes le dan 10 pesos por faena.
Ante la escasa cuantía que recibe optó por robar mercancía de los puestos
ambulantes que ofertan artículos ilegales, tales como discos compactos, ropa, gorras,
chamarras, calzado y relojes. Del botín malbaratado paga la comida del día y la
dotación de pastillas Valium para conciliar sueño, las cuales adquiere en el
mercado negro situado en la franja fronteriza de Tijuana, Baja California,
México.
Su madre está
recluida en el hospital psiquiátrico de la localidad y la visita cada dos meses.
No va a verla para darle ánimos o víveres, sino para vengarse por lo infame que
fue. Le reprocha su locura, haber matado a su padre y no haberle permitido
tener una vida normal. Doña Panchis lo oye sin verlo y escurren lágrimas de sus
ojos apagados por tanta ingesta de píldoras. La ve con rencor acumulado y muchas
veces ha tenido la idea de estrangularla con el mecate que trae puesto de
cinturón, pero se conforma con aventarle una letanía de injurias que parecen atiborrar
de desazón indescriptible a su progenitora.
Va todos
los días al casino Caliente para apostar lo que trae en sus bolsillos y día
tras día sale sin nada. Cabizbajo dirige
sus pasos al área de tres metros cuadrados que tiene apartado abajo del puente
peatonal sur que cruza la avenida Revolución, donde en las madrugadas oye cláxones
de automóviles que le recuerdan el tintineo de máquinas tragamonedas. Ahí,
rodeado de cartones y mantas raídas, imagina estar en el regazo de su madre.
Lo que
sigue.
La
Secretaría de Gobernación (SG) también reportó que en el país hay aproximadamente
300 mil máquinas tragamonedas y de éstas el 50% son ilegales y están vinculadas
con el crimen. El número resulta impresionante, pero más las ganancias que se
obtienen: 20 mil millones de pesos. Informó que existen dos y medio millones de
jugadores constantes y de este universo estimado el 4% [cien mil personas] está
catalogado como ludópatas. Las “tragamonedas” -dice- la SG no son máquinas de diversión, sino
engranes que hacen funcionar el Leviatán de adicciones que van orillando a la
población al delito, disgregación familiar y social.
Aunque la
previsión institucional establece que la adicción al juego es nefasta para
adultos, jóvenes y niños, y que se están decomisando miles de “maquinitas”
ilegales, la postura final es que no se puede prohibir el juego, sino
controlarlo para que no se genere clandestinidad.
Por su
parte, los dueños de máquinas tragamonedas efectuaron, a finales de este mes,
una manifestación en la Cámara de Diputados para plantear a la SG y legisladores
federales, el cese de la campaña de decomiso masivo de sus propiedades,
rechazando los razonamientos de que dichos aparatos instalados en comercios al
menudeo sean parte del hampa. Afirmaron que las máquinas tienen como función
divertir, entretener e incentivar destrezas. Ajá.
Septiembre 2014
0 Comentarios