Javier
Morlett Macho
Uno
de los factores estructurales más importantes del Conflicto es las personas aprenden
con relativa facilidad a convivir con él, “nos acostumbramos al paisaje” que el
conflicto promueve. Probablemente como una demostración inconsciente de
impotencia - que en muchos casos se disfraza de pragmatismo- las personas demuestran
una habilidad pasmosa para convivir con el conflicto, pero no en el sentido de
reconocer que el conflicto es omnipresente y perpetuo, sino en el sentido de no
sentir la necesidad de actuar sobre él y más bien elaborar complejas
estructuras de “convivencia” con él. Las personas aprenden a vivir con el
conflicto con mucha más facilidad de lo que puede representarles el aprendizaje
de la propia naturaleza del conflicto y de las formas de atacarlo.
El
enorme problema de esta última característica del Conflicto es que su origen se
vincula con algunos de los rasgos más oscuros de la naturaleza del ser humano.
Esto es así porque por algún motivo, el hombre es un ser increíblemente atraído
por la tragedia. El ser humano se desarrolla con la idea que la vida es difícil
y que debe tenerse el carácter necesario para soportar y aceptar las
dificultades, los contratiempos y el fracaso. El entorno cultural más próximo
prepara al hombre para que tenga la suficiente fortaleza de soportar la contrariedad
que necesariamente encontrará en su camino por la vida. Y lo prepara muy
eficazmente para esto, al punto que olvida desarrollar las habilidades básicas
que le permitan enfrentar y superar los problemas, más allá de la capacidad que
tenga de soportarlos. La cultura tradicional enseña que el “hombre fuerte”
soporta el sufrimiento con hidalguía y no se queja. A los niños varones se les
enseña en la casa materna que “no deben llorar” por cualquier motivo. Muchos
preceptos seudo religiosos advierten al hombre que cada uno tiene, por fuerza,
“una cruz que cargar en la vida”, etc.
Esta
escuela de vida termina formando hombres con admirable capacidad de
resistencia, con disposición natural para “aguantar” el carácter de la
contrariedad y, en última instancia, con disposición emocional para “convivir”
con esta contrariedad. Incluso con la idea que éste proceso fortalece y
califica la hombría, diferenciando al valiente del cobarde, al fuerte del
débil.
Esta
es quizá una explicación a nuestro inmovilismo ante el conflicto. La sociedad
acapulqueña siente que las deficiencias en el transporte, la violencia, la
corrupción, el desempleo, gobiernos ineficientes y el
desorden urbano es una forma manifiesta de un realidad compleja, la cual es
imposible de alterar, en consecuencia no hay de otra más que aceptar esta
realidad insatisfactoria y adaptarse estoicamente al paisaje ya no para ”vivir”
mejor, sino sólo para” sobrevivir”.
El
enfoque está, por supuesto, completamente errado. No hay motivo alguno para
pensar que el hombre no pueda ser formado precisamente para evitar y superar el
conflicto, la contrariedad y el sufrimiento. La vida es un conjunto de sucesos,
de experiencias cortas e irrepetibles, con márgenes estrechos para el error y
para el desperdicio de oportunidades. Los procesos en la vida están planteados
para la agilidad, para la combinación precisa de fuerza y de movimiento. Esto
necesita de personas con mente abierta y positiva, personas que tengan la
convicción casi cultural de que el desafío radica en encontrar la solución y no
necesariamente en tener la capacidad de soportar el problema. Todos los grandes
hombres que han vivido entre nosotros lo han demostrado, cada uno de ellos es
un ejemplo notable de victorias sobre el contratiempo, de solución a problemas,
de eliminación de conflictos. Ninguno convivió con el problema, porque de haber
sido así no hubiéramos salido de las cavernas.
COLABORACIÓN ESPECIAL
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