Carlos Reyes Romero
“No hay abrigo para la mentira. Tarde o temprano manos
hábiles la desnudan.”
Atribuido por la Revista Proceso a Julio Scherer.
El gobierno de Peña Nieto y el conjunto de la clase política
del país, están metidos en una espiral mediática para envolver y aturdir al
país con lo electoral; quizás pretendiendo atenuar, aminorar, ahogar el impacto
social de la barbarie de Iguala, que desencadeno la crisis política más seria y
contundente desde 1968.
Poco a poco los medios van minimizando las notas
relacionadas con estos dramáticos sucesos y la desaparición forzada de los 43
normalistas de Ayotzinapa y le dan más realce a todo lo relacionado con la
coyuntura electoral del 2015.
Con la llegada del nuevo año la jauría se ha desatado y a
cual más de los profesionales de la política y hasta los más bisoños, corren
desesperados en busca de un espacio desde el cual acceder al uso y disfrute del
erario o donde cubrirse de fuero luego de dejar sus actuales cargos.
Las lágrimas de cocodrilo por Iguala son rápidamente suplidas
por el pragmatismo político y el hambre de cargos.
La barbarie de Iguala no tiene importancia electoral para la
clase política; hasta el PRD retiró su spot de precampaña donde aparecían
imágenes de protesta por el caso Ayotzinapa.
La interrogante, sin embargo, es: ¿logrará lo electoral
ahogar las protestas por Ayotzinapa? La moneda está en el aire.
Algo similar acontece con la seguridad pública. Durante casi
dos años el gobierno federal nos vendió la idea de que había un cambio de
estrategia en la seguridad pública, que según eso se enfocaba más al uso de la
inteligencia y la colaboración entre los distintos órdenes de gobierno para
combatir al crimen, que en la intervención directa de las fuerzas armadas al estilo
Felipe Calderón.
La cruda realidad los rebaso. El surgimiento de las
autodefensas en Guerrero y Michoacán, las ejecuciones extrajudiciales de Tlatlaya
y luego el asesinato de seis personas y la desaparición de 43 normalistas en
Iguala, destrozaron esta idílica visión.
El horror de Iguala tronó como ejote la estrategia de
comunicación del gobierno, de hablar lo menos posible en los medios sobre la
incidencia de la violencia en México. De golpe y porrazo, la colusión de
autoridades, jueces, policías y narcodelincuentes quedó ampliamente al
descubierto, sin que el gobierno acierte todavía a definir bien a bien cómo enfrentar
esta crisis.
Si bien con Felipe Calderón la violencia se concentraba
principalmente en los estados del Norte, en particular en Tijuana, Ciudad
Juárez, Culiacán, Torreón, Monterrey y Durango, ahora se ha intensificado en
los estados de Guerrero, Michoacán, Jalisco, Estado de México y Morelos, donde
diversas fragmentaciones de organizaciones criminales de antaño se disputan el
control de estos territorios, con una estela de muerte y destrucción que tiene
cobijo en la protección e impunidad que les brindan muchas de las autoridades
locales y federales.
Por otra parte, si bien el gobierno puede presumir la
captura de algunos de los más importantes narcotraficantes del país, la
realidad es que este descabezamiento poco ha afectado la capacidad operativa de
las organizaciones criminales.
Por el contrario, en este gobierno han surgido nuevas zonas críticas
de inseguridad, que han obligado al lanzamiento del “Operativo Laguna” que
abarca los municipios de Matamoros y Torreón en Coahuila y Gómez Palacio y Lerdo
en Durango; la “Estrategia de Seguridad Regional de la Zona de la Huasteca”,
para coordinar esfuerzos de las autoridades de San Luis Potosí, Tamaulipas y
Veracruz en la región, con la participación del Ejército, la Marina, la Policía
Federal y las policías estatales; la “Estrategia de Seguridad Tamaulipas” con
la cual el gobierno federal asume el control de la seguridad de este estado a
través del Ejército, la Marina y la Policía Federal; el “Operativo de Seguridad
Mexiquense”, que cubre los municipios de Chalco, Nextlalpan, Naucalpan,
Tecámac, Texcoco, Valle de Chalco, Ixtapan de la Sal, Valle de Bravo y Zumpango,
aparte de otros muchos municipios de este estado donde por lo elevado de la
incidencia delictiva se han instalado Bases de Operaciones Mixtas; y más recientemente
el “Operativo Tierra Caliente”, mediante el cual el Ejército, la Marina y la
Policía Federal asumen las tareas de seguridad en 22 municipios de Guerrero, 8
del Estado de México, 2 de Michoacán y 4 de Morelos.
Actualmente los estados de Aguascalientes, Colima, Coahuila,
Guerrero, Hidalgo, Nayarit, Nuevo León, Querétaro, Tabasco, Tamaulipas, y
Zacatecas tienen a militares de alto rango del Ejército ˗en activo o retirados˗
al frente de sus secretarias de seguridad pública, es decir esto sucede en 11
de las 32 entidades federativas; situación que se replica en los municipios con
mayor incidencia delictiva del país, donde efectivos del Ejército y de la Marina
Armada de México encabezan las direcciones de seguridad pública.
¿Esto ha redundado en un efectivo combate al narcotráfico y
otras manifestaciones de la delincuencia organizada? Desgraciadamente no.
Hace ya varias décadas que el Ejército ˗y recientemente la
Marina˗ participan en el combate al narcotráfico; las fuerzas armadas son la Institución
del Estado que mejor conoce su estructura, zonas de operación, volúmenes de
producción y rutas de distribución. Conocen también y tienen ubicados a sus
principales líderes y operadores, sin embargo no han podido ni pueden acabar
con ellos.
¿Por qué? Porque no es, no hay, no existe, una determinación
política del Estado Mexicano de acabar con el narcotráfico ni con los delitos a
él asociados; además, ni el Ejército ni la Marina tienen facultades para actuar
por su propia cuenta. Para que puedan hacerlo de manera efectiva y a fondo, requieren
autorización previa de la autoridad política constitucionalmente establecida,
del presidente de la República. Y esa autorización nunca se ha emitido.
Es parte de un acuerdo entre el gobierno mexicano y el de
Estados Unidos, en el que los mexicanos aportamos las drogas en la cantidad y
calidad que los norteamericanos necesitan. De ahí que uno y otro gobierno
toleren y supuestamente regulen el narcotráfico, aunque éste hace ya buen rato
que les ha comido el mandado.
Es un juego perverso en el que las fuerzas armadas son
sometidas a un proceso constante de desgaste y descrédito social y de
exposición a fuertes presiones de corrupción por parte del crimen organizado.
También es fuente de creciente malestar e inconformidad entre tropas y oficiales,
por el escarnio social a que se les somete y la impotencia y encabronamiento que
les genera.
Afortunadamente las cosas están cambiando. Los Estados
Unidos se están abriendo aceleradamente a legalizar la producción y consumo de
enervantes; ahora hasta producen mariguana de mejor calidad que la mexicana.
Es un factor que los mexicanos debemos aprovechar para
acabar con la criminalidad que genera la ilegalidad de la producción de
enervantes, como ya anteriormente aconteció en los tiempos en que la producción
y consumo de tabaco era ilegal en México y en otros momentos con el alcohol, en
los propios Estados Unidos y en algunas regiones de México cuando se perseguía
a los mezcaleros, como en Guerrero.
México necesita legalizar cuanto antes la producción,
exportación y consumo de la mariguana y los derivados de la amapola, para
someterlos a un estricto control gubernamental tanto en la calidad de lo
producido como al cobro de impuestos, que en este tipo de productos
necesariamente tienen que ser altos, como lo son actualmente para la producción
y consumo de vinos y licores y el tabaco.
Esa es la manera más viable de eliminar esta fuente de
violencia, corrupción y distorsión de la vida pública, que necesariamente tiene
que ser acompañada de un efectivo pacto de quienes ejercen cargos públicos o de
representación popular, de las diversas fuerzas políticas, por la honestidad,
el decoro republicano, el acatamiento de la ley y el combate a la corrupción
gubernamental, la prevaricación de la justicia y el enriquecimiento ilícito.
¿Podrá la clase política mexicana enfrentar este reto?
No tiene muchas opciones, sino quiere seguir alimentando la
hidra de la revolución social, cuyas expresiones bárbaras ˗no deseadas por
nadie, pero hasta cierto punto incontenibles por el rencor social acumulado˗
México ya ha conocido en tiempos de la Independencia, de la Reforma y de la
Revolución Mexicana; para que al cabo de más o menos una década de estériles
enfrentamientos, quienes detentaban el poder terminarán reconociéndoles razón a
los insurrectos y conviniendo con ellos un nuevo pacto social.
¿Es obligado recorrer el camino que ya transitaron
Guatemala, Venezuela, Brasil, Argentina, El Salvador, Uruguay y ahora, muy
dolorosamente, Colombia? ¿No podremos aprender de nuestros hermanos del
continente?
Démonos la oportunidad de hacerlo de otra manera.
Enero 10 de 2015.
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