Carlos Reyes Romero
Oh pobre patria, aplastada por abusos del poder.
Franco Batiatto – Mercedes Sosa
El informe sobre Estadísticas tributarias en América Latina
y el Caribe 1990-2013, elaborado por la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (OCDE), puesto en circulación el 10 de marzo pasado, nos
regresa a una dramática realidad: padecemos uno de los más voraces centralismos
fiscales, que afecta profundamente la capacidad de recaudación fiscal del Estado
Mexicano, particularmente, y lo más grave, de los estados y municipios.
Lo datos expuestos por la OCDE son harto elocuentes. En
Brasil la recaudación estatal y municipal alcanzó casi el 30% de los ingresos
fiscales en 2013, mientras que el gobierno central brasileño recaudo el 45%. En
el caso de Argentina, el gobierno federal recaudo el 62% y los estados el 15%.
En México, los estados y municipios sólo recaudaron el 4.1%
del total de los ingresos tributarios del país, en tanto que la recaudación
federal alcanzó el 81%, y la del sistema de seguridad social –como el IMSS– se
ubicó en 14.9%.
¿Por qué mientras la OCDE recomienda aumentar y consolidar
la autonomía fiscal en estados y municipios para generar una mejor distribución
regional de los recursos y para cubrir necesidades específicas de los
ciudadanos, en México se mantiene este asfixiante centralismo fiscal?
Parece complicado pero en realidad es muy sencillo. Esto
ocurre porque a lo largo de los casi 200 años que llevamos de vida
independiente, se ha venido despojando a los estados y municipios de sus
facultades tributarias en beneficio del gobierno federal y de las empresas
monopólicas a las que la Ley Impuestos sobre la Renta, autoriza diferir el pago
de sus impuestos.
Así, aunque constitucionalmente nacimos y se supone que
somos “una República representativa, democrática, laica, federal, compuesta de
Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero
unidos en una federación”, la cruda realidad es que seguimos siendo y somos todavía
uno de los estados más unitarios y centralistas del mundo, desde que la Casa de
los Borbones sustituyó a la Casa de Austria, e impuso su estilo monárquico al
mundo hispano en 1700.
En los años inmediatamente posteriores a la Consumación de
la Independencia, concretamente en el primer gobierno de Anastasio Bustamante
(1830-1832), se estableció la obligación de los estados de contribuir con un
30% de sus ingresos fiscales al sostenimiento del gobierno federal; tal como
acontece en la mayoría de los estados modernos, particularmente en Canadá y los
estados europeos, donde la recaudación fiscal se da directamente en las
demarcaciones territoriales que integran cada país y éstas aportan una parte de
sus ingresos al sostenimiento de los gobiernos nacionales, sean republicanos o
monárquicos, suficiente para sufragar el costo de las funciones que deben
realizar (generalmente: defensa, relaciones internacionales y servicios de
inteligencia para la seguridad nacional).
Desde entonces el gobierno federal busco concentrar el cobro
de impuestos y contribuciones a cambio de pagar una compensación a los estados.
Así, a partir de 1851 se instituyó un sistema de tributos
compartidos, al principio, únicamente respecto importación de productos, a
razón del 50% para unos y otro.
Más adelante, tratando de arreglar este diferendo, la Corte
determinó en 1884 que era válida la concurrencia impositiva entre la federación
y las entidades federativas, de tal suerte que ambas podrían gravar todas las
fuentes de ingresos, con excepción de las reservadas por la Constitución de
1857 a la federación; lo cual se conoce como la “Tesis Vallarta”, por haber
sido su promotor don Ignacio Vallarta.
Concepción que legalmente subsiste hasta nuestros días; al
menos así lo sostiene la Suprema Corte de Justicia de la Nación, aunque en la realidad
el gobierno federal haya concentrado paulatinamente el cobro de impuestos,
derechos y aprovechamientos sobre la industria y el comercio, que es lo
fundamental de los ingresos públicos, y se hayan reducido al mínimo las fuentes
de ingresos sobre las cuales las entidades federativas pueden ejercer sus
potestades tributarias.
De ahí que sea injusta la visión y la acusación que se hace
a los estados y al Distrito Federal respecto de su baja capacidad recaudatoria.
No puede ser de otra manera, cuando el gobierno federal concentra el cobro de
los gravámenes fundamentales, aunque la actividad económica se realice física y
realmente en las entidades federativas y los municipios del país.
Los estados siempre se han resistido a abdicar, a ceder sus
potestades tributarias y el gobierno federal siempre ha presionado para que el
cobro de contribuciones quede a su cargo; en esto consiste el prolongado
diferendo entre centralismo y federalismo que subyace a lo largo de nuestra
vida como Nación Independiente y que todavía no termina de resolverse.
Mediante las Convenciones Nacionales Fiscales de 1925, 1933
y 1947, con el pretexto de poner fin a la multiplicidad de impuestos federales,
estatales y municipales, se impuso el centralismo fiscal que actualmente rige
las relaciones entre las entidades federativas, los municipios y el gobierno
federal.
Como consecuencia de esto, se despojó en los hechos a los
estados y municipios de sus principales capacidades recaudatorias. Así,
mientras en 1940, la federación recaudaba el 71.4% de los ingresos fiscales,
los estados recaudaban el 23.3% y los municipios el 5.3% por cuenta propia,
según nos informa la investigadora Norma Estela Pimentel Méndez en su obra: “Análisis
Jurídico-Administrativo de los Ingresos Municipales”.
De esa manera llegamos a la realidad que ahora confirma la
OCDE en el informe que comentamos: en 2013, con el sistema imperante de
centralización fiscal los estados y municipios recaudaron sólo el 4.1% del
total de los ingresos tributarios del país, en tanto que el gobierno federal
concentró el 95.9% de éstos.
Pero hay algo todavía más grave. El gobierno federal recauda
poco y mal y distribuye peor. Veamos.
Según el mismo informe de la OCDE, mientras en América
Latina, Brasil recauda el 35.7% del producto interno bruto, es decir de la
riqueza generada en un país durante un año, y Argentina logra recaudar el 31.2%,
México sólo obtiene el 19.7% de PIB, muy por debajo de la media de la OCDE que
es del 34,1%, lo que refleja una autonomía tributaria muy limitada en
comparación con los países que agrupa esta organización.
Por cuanto a la estructura tributaria, México obtiene la
mayor parte de sus ingresos fiscales de impuestos generales al consumo
(principalmente el IVA y los impuestos sobre las ventas) que representan el
9.7% del PIB. En tanto que los impuestos sobre la renta sólo ascienden al 6%
del PIB, por debajo del promedio de la OCDE que es del 11.4%. El resto, 4% del
PIB, proviene de aportaciones a la seguridad social.
Esto es así, porque el gobierno federal exime, exenta, del
pago de impuestos a 442 empresas monopólicas que difieren el pago de impuestos,
a pesar de que facturan más del 53% del PIB, otorgándoles así un poderoso
crédito a costa del erario; privilegio que no tiene ningún otro causante fiscal
en el país. El diferimiento fiscal debe suprimirse o en su caso generalizarse para
todos los causantes fiscales.
En cuanto a la distribución de la recaudación fiscal, las
noticias no son mejores. Conforme al actual sistema centralizado de supuesta
coordinación fiscal, de entrada la fórmula de distribución de los ingresos
fiscales establece que éstos se repartirán destinando sólo el 20% para los estados y municipios.
De esa manera el gobierno federal puede disponer libremente
del 80% de los ingresos fiscales, los 31 estados y el Distrito Federal del 16%
y los 2441 municipios y las 16 demarcaciones del DF del 4% restante.
De 1980, año en que empezó a operar el actual sistema de “coordinación”
fiscal, de expoliación fiscal decimos nosotros, los estados y los municipios
han podido arrancar al gobierno federal algunas partidas que han incrementado
el monto del Ramo General 28 Participaciones Federales a Entidades Federativas
y Municipios y del Ramo 33 Aportaciones Federales a Entidades Federativas y
Municipios, así como de otros Ramos menores, para que las entidades federativas
y municipios los ejerzan “como si fueran propios”, aunque siempre bajo el
control del gobierno federal, quien realmente decide cuánto y a qué se asignan
los recursos generados en nuestros estados y municipios.
Hasta ahora los principales partidos políticos no ven, no
oyen, ni hablan sobre este tema. No está en sus preocupaciones; más aún son
partidarios de reforzar los controles centralistas de la vida pública del país,
haciéndose eco de los poderosos intereses económicos que realmente mandan en el
país.
Hasta ahora sólo el Movimiento Ciudadano ha planteado en el
Congreso de la Unión, la urgencia de una reforma radical a la Ley de
Coordinación Fiscal, que de entrada cambie la fórmula distribución de los
ingresos fiscales: 60% de la recaudación federal participable para el gobierno
federal; 20% para las entidades federativas, y 20% para los municipios y
delegaciones del DF.
También ha planteado la necesidad de acabar con los
privilegios fiscales que gozan los sectores monopólicos del país. Sera necesario que los gobiernos de los estados y los
municipios retomen la lucha por el federalismo fiscal, que tanto peso tuvo en
las favorables determinaciones fiscales de fin del siglo pasado.
Y será también necesario que los ciudadanos nos ocupemos más
de estos asuntos, para impedir que los meros ricos, los millonarios de Forbes,
sigan sin pagar impuestos mientras a todos los demás se nos carga la mano y hasta
se nos persigue fiscalmente.
14 de marzo de 2015
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