DICEN QUE DIJERON QUE ANDAN DICIENDO QUE…

Margarito López Ramírez

— ¡Échame aguas!, pinche indio –le dijo don Prudencio, desde el interior de la cabina de su enorme camión de doble remolque. ¡Échame aguas! Pero ponte abusado, no le vaya a dar un fregadazo al portón de mi vecino –hablaba en tono imperativo el patrón de Cipriano.
—¿Y qué quieres que te lo haga? –contestó Cipriano que por primera vez fungía como peón o chalán garrotero de su empleador.
— “¡No te pido que me lo hagas”… güey! Te digo que me “eches aguas”.
— Si pues… te lo digo que quieres que lo haga o que te lo diga –refutó a través de su lenguaje con reminiscencias de su tierra natal.

Cipriano, quien rebasaba los cuarenta años de vida, era hombre que, no obstante ser sencillo, a base de esfuerzo y trabajo se había ganado el respeto y admiración de los habitantes del pueblo al que llegó cuando apenas le empezaban a brotar vellos en las axilas.

— ¡Ah...! Cómo serás… ¡Piche indio!... Ve allá atrás del camión y me vas diciendo “vienes, vienes… vienes…” ¡Pero, muévete! ¡Apúrate güey!
— ¡Ora, pues! –dijo por decir, Cipriano. Sus palabras tenían un dejo de molestia por haber escuchado que lo llamaban “güey” y algo más que consideró no merecer.
— ¡A’i te voy! –gritó impaciente, don Prudencio.
— Te lo vienes, Prodencio..., ansina, ansina, te lo vienes, Prodencio... te lo vienes… te lo vienes, te lo vienes –decía Cipriano imprimiendo a sus palabras: desgano e indiferencia.

Repentinamente, don Prudencio sintió que la defensa trasera de su camión desquebrajaba algo. Aunque encolerizado hasta la coronilla, sólo se concretó a observar como su recién empleado, sin prisa alguna avanzaba hacia donde estaba él al tiempo que decía:

— Ya… ya… ya… ya…  ya…, Prodencio... ¡Ya!
— ¡Ya...! ¡Ya...! ¿Ya qué...? ¿Carajo, Cipriano…, hijo…? ¿Ya qué, ya qué? -Don Prudencio reventaba de coraje. Y más se incomodó al  imaginar los destrozos que había ocasionado en el portón de su vecino con quien tenía desencuentros amistosos-. ¿Ya qué, ya qué pinche indio? ¿Ya qué?
— ¡Ya...! ¡Ya...! Ya… –repetía con desenfado Cipriano, como si con esa letanía de expresiones diera cauce a su molestia y se vengara de quien lo había llamado: “güey, pinche indio”, y algo más.
— ¿Ya, ya qué? –preguntó de manera enfática don Prudencio.
— ¡Ya te chingates, Prodencio...! ¡Ya te chingates!

Y, diciendo esto, empezó a caminar a lo largo de la calle llevando intacto su orgullo de indígena pobre, pero libre y recio como el viento que fluye en la Región de su Montaña; se retiró del lugar en su primer día de peón al servicio del hombre más rico del pueblo. Se alejó al tiempo que la gente se arremolinaba en torno a don Prudencio y su vecino con quien sostenía acalorada discusión que, de no intervenir los mirones, como en otras ocasiones terminaría en lo que el vulgo daba en decir: trompiza a puño limpio hasta brotar sangre de las narices.

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