Carlos Reyes Romero
La corrupción es el mayor y más nocivo cáncer de la vida
pública. Del dominio público
“Según el Foro Económico Mundial, la corrupción es la mayor
barrera a la entrada para hacer negocios en México, aun por encima de la
inseguridad.” Esto es así porque las manifestaciones “de la corrupción no sólo
afectan el estándar de responsabilidad ética-jurídica de los servidores
públicos y particulares relacionados con la función pública, sino que impactan
en el crecimiento económico nacional.”
“Según datos del Índice Nacional de Corrupción y Buen
Gobierno, para el año 2010, las mordidas para acceder o facilitar 35 trámites y
servicios públicos alcanzaron los 32 mil millones de pesos. En el mismo año, el
Índice registró 200 millones de actos de corrupción en los distintos órdenes de
gobierno.”
“Según el Barómetro de las Américas, en 2010 el 77% de los
ciudadanos encuestados percibieron índices altos de corrupción en el país.”
Estas afirmaciones no las hace este escribidor. No; de
ninguna manera, aunque las suscribo. Están en las “Consideraciones” del Dictamen
en sentido positivo a las iniciativas con proyecto de decreto por el que se
reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia del Sistema Nacional
Anticorrupción, que recién, el jueves 26 de febrero de 2015, aprobó la Cámara
de Diputados y remitió a la consideración y en su caso aprobación de la Cámara
de Senadores.
El dictamen va más allá y señala de manera por demás precisa
y contundente: “Resulta evidente que la corrupción trasciende militancias
partidistas, proyectos ideológicos y órdenes de gobierno. La corrupción, como
sostienen los estudios en la materia, ha logrado instaurarse en un sistema con
capacidad de autorregularse y, por ende, de actualizar mecanismos de defensa
frente a los esfuerzos gubernamentales por combatirla.”
Más claro ni el agua. La corrupción en México ha penetrado
en todos los partidos, en todas las ideologías y en todos los órdenes de
gobierno y se ha convertido en un sistema con capacidad de autorregularse y de
actualizar mecanismos de defensa frente a los esfuerzos de la sociedad,
diríamos nosotros, por combatirla.
Es tan importante el reconocimiento público de la naturaleza
de este cáncer social que se hace en el dictamen referido, que por ello es lo
sustantivo de esta reflexión nuestra.
Coincido también con los redactores del Dictamen en cuanto a
que: “En un régimen democrático, el servicio público apareja una
responsabilidad agravada al tener la administración de las contribuciones
ciudadanas para la toma de decisiones colectivas. En este sentido, el actuar de
los servidores públicos se vuelve relevante: un acto de corrupción no sólo
tiene implicaciones éticas, en específico contrarias al sistema axiológico (de
valores y dignidad, nota nuestra) de las democracias constitucionales, sino que
producen daños relevantes en el desempeño estatal” y fundamentalmente a la
sociedad, agregaríamos nosotros, porque los patrones de conducta social se
rigen desgraciadamente más por lo que los ciudadanos ven que es permisible en
el ejercicio gubernamental que en los valores éticos que nos inculcan en la
escuela, en las iglesias y en la familia.
Tiene mucha razón el diputado panista Ricardo Anaya Cortés,
quien de manera apasionada y vigorosa ha promovido junto con su bancada la
iniciativa primigenia, que da origen a este dictamen y a la ahora minuta aprobada
por la Cámara de Diputados: se trata de un acuerdo fundamental para la vida
pública del país, que tendrá hondas repercusiones para la conquista del
gobierno abierto, transparente y democrático, que tanto ambicionamos los
mexicanos.
La reforma constitucional propuesta en este acuerdo servirá
de base para que los ciudadanos podamos exigir que se avance todavía más en
este rumbo, hasta erradicar el cáncer de la corrupción de todos los órdenes de
gobierno y su consecuencia más grave: la impunidad.
Sin embargo, el edificio hermosamente construido por los
redactores del dictamen y aprobado por los diputados, tiene dos enormes
boquetes que ponen en tela de juicio sus nobles propósitos y amenazan con hacer
nulos sus efectos.
El primero, es que mantiene intacto el sistema de inmunidad
constitucional, comúnmente llamado fuero, que permite que haya servidores
públicos de elite a los cuales no es prácticamente posible llevar ante la
justicia administrativa y menos aún ante la justicia penal.
Actualmente para poder aplicar sanciones administrativas a
los servidores públicos que gozan de fuero, primero hay que someterlos a juicio
político y ganarlo… lo cual está en chino. Igual, para llevarlos ante la
justicia penal cuando cometen algún delito, primero hay que hacerles un juicio
de procedencia y ganarlo… lo cual es todavía más difícil, está en marciano.
Gozar de fuero es disfrutar prácticamente de impunidad
durante el ejercicio del cargo y todavía un año más después de dejarlo.
Seguramente eso se refieren los autores del dictamen cuando
hablan de la corrupción se ha convertido un “sistema con capacidad de
autorregularse y, por ende, de actualizar mecanismos de defensa frente a los
esfuerzos gubernamentales por combatirla.”, porque quienes gozan de fuero, son precisamente
todos aquellos que hacen las leyes, aplican la justicia, ejercen la
administración pública y quienes integran los órganos constitucionalmente
autónomos encargados de arbitrar su elección, fiscalizar el uso de los
recursos, vigilar su actuar y sancionar sus presuntas fallas administrativas o
delitos.
Han estructurado un sistema de responsabilidades públicas
que los hace prácticamente impunes; son “intocables”. Eso todo mundo lo sabe y
lo ve cotidianamente.
En consecuencia, el Sistema Nacional Anticorrupción se
aplicará únicamente a los servidores públicos que no gozan de inmunidad
constitucional, de fuero pues; aplicará solo para los de abajo. Eso sí que ni
qué.
El segundo boquete es todavía mayor. Para llevar ante la
justicia penal a los servidores públicos que presuntamente hayan cometido “hechos
u omisiones que pudieran ser constitutivos de delitos”, primero habrá que
presentar la denuncia correspondiente ante la Fiscalía Especializada en Combate
a la Corrupción, que se creará y por supuesto dependerá de la PGR.
Y ahí es donde la puerca volvió a torcer el rabo. Todo mundo
sabe que las procuradurías de justicia, ahora llamadas fiscalías, aplican el
principio jurídico pro persona, −que mandata aplicar a las personas físicas o
morales el precepto jurídico que más les beneficia o el que menos les daña−
mucho, mucho antes de que este principio adquiriera presencia y relevancia en
nuestro orden jurídico nacional, pero a favor de los delincuentes y en contra
de las víctimas.
Por eso el pueblo no ve en las Fiscalías, antes
procuradurías, un ente promotor de la justicia sino de la impunidad y la
compraventa de la ley.
El ministerio público ha devenido en una instancia que hace
un uso político y faccioso de la Ley. Por eso los constituyentes de 1857 se
negaron a crearlo; fue creado muchos años después mediante decreto del
Ejecutivo.
En las legislaciones democráticas modernas el ministerio
público carece, y debe carecer, de la facultad de determinar el ejercicio de la
acción penal, porque esa atribución debe corresponder única y exclusivamente a
la autoridad jurisdiccional, a los tribunales.
Los presuntos delincuentes deben ser consignados
directamente ante un juez, quien determinará si se le sujeta a proceso, para
que a su vez en éste se determine si es culpable o inocente.
El nuevo marco constitucional del país avanza en ese sentido
y en el de limitar el monopolio del ministerio público para ejercer la acción
penal, desgraciadamente el Congreso de la Unión al emitir el Código Nacional de
Procedimientos Penales permitió que en sus preceptos se colara la disposición
de que quien acudiera directamente ante un juez en demanda de justicia penal,
automáticamente renuncia a los servicios técnicos y de asesoría jurídica que
debe otorgar el ministerio público. Se tiene que rascar con sus propias uñas.
La pelota está ahora en el Senado. Habrá que ver si los
senadores tienen la visión y el patriotismo de resolver en esta coyuntura el
dictamen pendiente en materia de inmunidad de servidores públicos, rescatando
de la minuta original, aprobada por el Senado el 01 de diciembre de 2011, la
figura jurídica de que tanto los servidores públicos como el presidente de la
República puedan ser llevados ante la justicia sin la previa necesidad de un
juicio de procedencia.
También conviene y urge para el bien de la nación y el
efectivo combate a la corrupción, la impunidad y la injusticia, que se le quite
al ministerio público la facultad de ejercicio de la acción penal y se le
convierta en un fiscal efectivo, es decir en una instancia verdaderamente
encargada de asesorar, representar y defender a las víctimas, quitándole la
dualidad que prácticamente le otorga el Código Nacional de Procedimientos
Penales de proteger tanto a la víctima como al acusado, lo cual siempre termina
a favor de quien paga más, casi siempre de los delincuentes, máxime si son del
crimen organizado.
Como en su momento, le dijo el Senador Miguel Barbosa al
Presidente Peña Nieto, cuando en materia de inmunidad éste puso por delante su pretensión
de tener inmunidad absoluta: ¿No qué todos parejos?
1º de Marzo de 2015
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