A este personaje, llámesele así, no porque haya hecho
grandes obras, destacado intelectualmente en una trayectoria profesionista o goce de popularidad por su ingenio y
grandilocuente decir, sino porque aún en su sencillez y pobreza es ejemplo de
honradez y apego a la tierra que lo vio nacer. A él, a Virgilio, sin ser
güero, colorado o pinto, sus amigos del citado escuadrón le enjaretaron, el
mote de El Enchilado porque cuando algo o alguien provoca sus enojos le da en
decir a grito abierto: “¡Estoy enchilado...! ¡Muy, pero muy enchilado!...
¡hijos de su jijurria!”, propiciando que algunos de sus acompañantes salgan
huyendo temerosos de sus desatinos, y otros, entumecidos o atolondrados por
el alcohol consumido, queden agazapados, silenciosos, sometidos en apariencia,
allí se quedan, y sólo se limitan a decir para sus adentros: “está enchilado,
El Enchilado”; mas éste, como si fuera destacado actor del “teatro de la
vida”, muestra repentinamente otra faceta de su ser: su coraje se transforma
y sorprende; brota de su garganta una expresión animosa: “¡Muévanse güevones!”.
Y he ahí que las copas se llenen de mezcal y las eleven al tiempo que gritan
al unísonos frases acostumbradas que revelan propósitos de su asociación;
atraen ocurrencias, expresiones chuscas producto de su constante insistir en
eso de “dar, cuartazos al macho”, “levantar el codo” o ”consumir chiquitirrines,
como bien lo dijera don Raymundo López, “El Bañado”, cuando en busca de
“aguajes”, arribaba y se aposentaba en el tendajón de don Sinfo y su esposa
Rosita ubicado en el barrio de El Santuario.
Sabido es que en el seno de El Escuadrón de la Muerte, sus
personajes beben, cantan y bailotean, pero cuando el caso lo amerita, guardan
respeto a los muertos que son transportados en hombros a lo largo de la Calle
de la Igualdad.
En este tenor, dado que nunca falta un “yo lo vi”, por
boca de éste se sabe que, a la par de que oyen el acompasado caminar de
quienes conforman el cortejo fúnebre, brindan, y dicen en tono ceremonioso: “por
el que se nos adelantó, por el que descansa en paz o se está cocinándose a fuego lento”,
expresan lamentos como si hubiesen sido familiares o íntimos amigos del
fallecido, y de sus gargantas surgen voces aguardentosas que, a la par de
resonancias y acordes de una guitarra, canturreando el vals “DIOS NUNCA
MUERE” del oaxaqueño Macedonio Alcalá, música y letra emblemática de un
pueblo que sufre o muere sin perder la esperanza:
“Muere el sol en los montes/ con la luz que agoniza. /Pues
la vida en su prisa,/ nos conduce a morir. Pero que importa saber que voy a
tener el mismo final, porque me queda el consuelo Que Dios nunca morirá. Voy a dejar las cosas que
amé La tierra ideal que me vio nacer, sé que después habré de alcanzar, La
dicha y la paz, Que en Dios hallaré…”
“Eso dice que dicen…”
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