Ahí donde hay imperios crece silenciosa y tenaz la tragedia, porque ninguna grandeza se levanta sobre la paz. El imperio posee un imán que no comparte ninguna otra forma de gobierno, creando realidades espejo entre sí. Sentado frente al Códice Ténoch, obra del dramaturgo Luis Mario Moncada, editada por el Conaculta y la Compañía Nacional de Teatro, el lector puede preguntarse qué relación tiene la obra de William Shakespeare con la historia prehispánica de México. La referencia antes planteada sostiene el lazo que va haciéndose evidente conforme la trama y los personajes se revelan.
Hace más de una década, cuenta el autor en el prólogo de este volumen, la actriz y productora, Althair Naboly, le propuso hacer una versión prehispánica de la obra El rey Juan, para presentarla en el teatro The Globe, con motivo de la celebración en torno al dramaturgo inglés. ¿Cómo podría replicarse el drama en dos mundos tan dispares? Ese parecía el primer desafío y obstáculo, otro parecía igual de grande: los códices prehispánicos dan cuenta de sucesos específicos sin desarrollar una narrativa de los personajes involucrados ni de las motivaciones. Otra dificultad que enfrentaba para documentar la historia es que toda la memoria previa al gran imperio mexica, fue deliberadamente destruida.
La historia es fuente y producto de la ficción. La imaginación siempre responde esplendorosa cuando se la enfrenta a los espacios vacíos, así construyó Luis Mario Moncada el dramático relato de nuestro pasado en una trilogía que bien se antoja muy cercana a lo que pudo ser, dada la presencia de cada elemento que estructura la pirámide de las grandes sagas imperiales.
Tres grandes señoríos: Texcoco, Azcapotzalco y Tenochtitlan disputan continuamente el reconocimiento de su fortaleza y soberanía, son los años que corren entre 1400 y 1430. Al iniciar la historia la relación entre los tres permite una convivencia de respeto sustentada en una sutil pero evidente sumisión ante el más poderoso, Azcapotzalco. Pero como en toda historia verdadera del poder imperial, esa paz está buscando estallar, porque en la naturaleza del mismo está la expansión.
Un matrimonio pactado que unirá los reinos de Texcoco y Azcapotzalco, entre el heredero acolhua Ixtlixóchitl y la princesa tecpaneca, Tecpa, se rompe debido a la negativa del prometido a someterse a una mujer celosa, insegura y mucho mayor que él. Una mujer despechada y poderosa es más peligrosa que un ejército, porque no obedece otra ley que la de su pasión alimentada por la irracionalidad y la venganza. Será, como siempre lo es, cuestión de tiempo para que la emoción encuentre su instrumento: un brebaje envenenado (en este caso, toloache “para descomponer el alma”), el personaje, siempre silencioso, siempre en oscura espera para convertirse en un traidor y el momento: la ceremonia de investidura de Nezahualcóyotl como príncipe heredero al trono de Texcoco
La guerra, personaje central en todo drama, espera tras bambalinas para aparecer en el instante preciso; la violencia transparenta al poderoso y lo recluta en la historia. Ante la afrenta la venganza es la respuesta, Ixtlixóchitl reclama ante Tezozómoc que le entregue al culpable de entregar el veneno, ahí en el palacio tecpaneca, Maxtla, hijo bastardo de Tezozómoc, encuentra el momento y la forma de hacerse con un poder que el nacimiento le ha negado desatando finalmente la guerra entre los reinos cuya consecuencia, a largo plazo, será la instauración del terrible y esplendoroso poderío de la gran Tenochtitlan.
Paralela a la configuración de un drama shakespeariano corre la construcción de los personajes dentro de una dimensión que nos es totalmente desconocida: el perfil psicológico de estos grandes señores. Si bien muchos son víctimas de sus propias estirpes, ninguno es un héroe en la idea tradicional. La altivez que se desprende de heredar una sangre, es un rasgo que los protagonistas comparten y que compromete sus destinos. Aun cuando parecen someterse al más fuerte, la sumisión es una forma de resistencia pues todos están en espera de su propio momento para actuar.
A la par se encuentran los personajes femeninos, el movimiento es uno de correspondencias, no están aisladas del círculo de poder, ni son comparsas indiferentes, sino que condicionan el mundo masculino. Lejos de ser delicadas doncellas son partícipes y orquestadoras del destino de estos señoríos, deciden, confrontan, provocan. Participan del poder porque también se les reconoce como portadoras del mismo. Viles y majestuosas, fieles e interesadas el abanico se extiende rompiendo estereotipos.
El entramado del Códice Ténoch, que en su puesta en inglés lleva el título A Soldier in Every Son (Un soldado en cada hijo), recuerda varias obras de William Shakespeare, pero su entramado es tan fino como el tejido de plumas de un penacho que alumbra con sus propios colores.
Luis Mario Moncada, Hermosillo, Sonora, 1963, es actor y dramaturgo. Estudió la licenciatura en literatura dramática y teatro en la Universidad Nacional Autónoma de México. Recibió el Premio Nacional de la Juventud en 1983 y la beca del Sistema Nacional de Creadores. Ha sido director del Centro Nacional de Investigación Teatral Rodolfo Usigli, de la Dirección de Teatro y Danza de la UNAM y del Colegio de Teatro de la UNAM. También dirigió el Centro Cultural Helénico. Destacan sus obras: Carta al artista adolescente (premio a la mejor adaptación teatral de 1994 por parte de la Agrupación de Periodistas de Teatro (APT). Ha sido dos veces ganador del concurso Dramaturgos Fin de Siglo, con las obras Alicia detrás de la pantalla en 1989 y Exhivisión en 1990. Obtuvo en 2012 el Premio de Dramaturgia Juan Ruiz de Alarcón. Códice Ténoch se estrenó en Londres en junio de 2012 como parte del Festival Mundial de Shakespeare y en México en octubre de ese mismo año.
Luis Mario Moncada, Códice Ténoch, Conaculta/ CNT, México, 2015. Pp. 262.
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