A la distancia va a caer un rayo, y golpeará en el mismo sitio cimbrando a los de siempre. Poesía sin pararrayos es lo que Susana Iglesias escribe en su libro Un hombre no patea perros heridos, coeditado por el Conaculta y Los bastardos de la uva.
La realidad en este poemario se ha acostado y ha despertado demacrada, acompañada de la sensación de un arranque prolongado que nunca se concreta, igual que decir, “el lunes todo comienza de nuevo/ esta es la gran depresión de todos los tiempos/ hombre y mujeres sumidos en sus camas sin querer salir”. Lo que ocurre, para el yo poético es el descubrimiento y continua afirmación de que detrás de la vida no hay nada. Ese es el matiz y las calles que son estos poemas.
Ahí donde la carencia, donde la penuria, donde la violencia acuna el sueño, donde no hay techo y la noche es el día; donde la orfandad, en la plaza del dos de abril, ahí encuentra Iglesias la belleza. También esa posición es la explanada desde la cual lanza su condena: “Desgraciados que siempre tienen qué hacer/Adónde ir/Un trabajo/Un libro que leer/Un taxi esperando/ Una invitación que despreciar”. En la estética del despojo brota sin fruto la frágil libertad que termina en el fondo de una botella de vodka.
Se cruza una frontera imaginaria, entramos al territorio del lenguaje de bala, hay que ponerle explosivo, porque si no, cómo reflejar el ritmo de la crudeza, de la borrachera, de una mujer embarazada asesinada, del sin sentido, de la violencia; de la nada. La ira que busca una forma sonora, la palabra que se escribe y la palabra que se lee, es el camino para concretar el sentido. Cómo recrear la ausencia cuando no se sabe si acaso es. Cuando se es un caballo de carreras con las patas rotas.
La poesía de Iglesias se balancea entre la desmistificación y la mistificación de la figuración de lo femenino, que al final vuelve a quedar difuso. Las mujeres en su obra están sobrecargadas de ánimus, la potencia masculina. Son independientes, como Marlene, la figura central en el poema “La navaja”, quien se prostituía “por comida, por piedra, para comprarse unos calzones nuevos. Decía todo el tiempo que tenía que alcanzar el metro antes de las once veinte de la noche,/ lo decía a las ocho de la mañana totalmente borracha”. A los hombres, les exprimía todo, era ella misma la navaja que va a prolongarse en la misma que le dará muerte.
O la que se describe en el poema que da título al volumen, “Un hombre no patea perros heridos” dice Iglesias, una mujer sí, “una a la que todo le parece insignificante/ Esa que hace un gesto de desprecio ante cualquier cosa/ Esa que hace sonar los tacones cuando está molesta/…esa sí patea perros heridos”. Una mujer que como no cree en nada, no desea el amor porque no percibe la posibilidad de que exista. Que se encuentra y se apuesta en los excesos. Que le debe la risa al diablo, que se estrella en la muralla de la libertad. La mujer que es una fiera cuando renuncia a “las galletas de la domesticación”.
Las razones del fracaso civilizador de la religión, que se enumeran en “Buda”, comienzan en la meta hacia la que debería encaminarse el hombre: el Nirvana. Pero como esa cesación de todo deseo, ánimo y búsqueda no proporciona la paz de la nada, la poeta tiene otras soluciones: “Maten a los que odian/ maten a sus hijos/ maten a sus enemigos/ Mientan mejor que nadie/ Maten a todos los que sufren/ Maten a los que sonríen cuando ustedes sean desgraciados”, y como eso es lo que ocurre cotidianamente, el mundo debería ser un lugar tranquilo.
Quizá para recorrer un pozo lo mejor sea hacerlo a oscuras, palpar para extraer la imagen, la textura, “Eje central” es la noche que estalla en la vitalidad del grito que la conjura: “¿a dónde va el dinero? Gritamos bajo la lluvia/ Una cubeta de cervezas, caguamas y caguamas/ bolas de clamato con cerveza/ Tacos para los perros callejeros/ Un whiskey doble/ Un taxi/ Mis infalibles zapatos de puta/ Tortas en la fonda de Doña Rosita que nunca cierra/ Donde beben paralíticos que venden coca/ Rockolas/ ganas de vomitar a las cinco o seis de la mañana/ Extremos del Eje…”.
En el caleidoscopio de la poética urbana los cristales configuran constantemente la muerte, en el libro de Iglesias su presencia marca el ritmo vital, el peligro es un disfraz de fácil detección, a plena luz se camufla. Al menos así lo enuncia el poema “El escuadrón de la muerte”. “Los escuadrones de la muerte rondan en todas partes/ Te esperan afuera de la farmacia/ La fonda/ La oficina/ Van a misa/ Recogen a tus hijos de la escuela, son los amables choferes de escuela privada/ Besan la frente de sus hijos/ Le venden droga a tus hijos, a tu esposa/Les das una moneda en las calles”.
En el mapa del tiempo que corre como ladrón, de las noches interminables, de la lluvia que subraya el desamparo; frente al vodka y la soledad, aparece la identidad: “Nací sin carnet, sin credencial de elector, no tengo identidad nacional. Moriré igual./ Moriré sosteniendo un vaso/Me alejo de los carroñeros y de los pendejos a los cuales temo (más que a los malos o buenos)/ Me acerco a quienes han estado heridos y saben la causa de su herida/ Desearía que todas estas palabras fueran ciertas o al menos honestas/ Pero muchas son malos sueños y también son falsas…”.
Susana Iglesias nació en 1978 en la Ciudad de México. Obtuvo el Premio Aura Estrada en su primera edición en 2009. Fue becaria del Fonca en 2011 en el programa de Jóvenes Creadores. Ha colaborado en las revistas Domus, Reves y El puro cuento entre otras. Ha publicado en diversas antologías y en 2013 publicó su primera novela Señorita vodka, publicada por Tusquets.
Susana Iglesias, Un hombre no patea perros heridos. Coedición Conaculta/ Los bastardos de la uva; México, 2014, 94 pp.
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