Desde hace más de 400 años, las fiestas navideñas son una expresión que ha acompañado al pueblo mexicano. Históricamente constituyen un factor de sincretismo, pues en ellas se conjuntan elementos de la tradición indígena, europea, e incluso, china. Es el caso del Nacimiento, la Rosca de Reyes y las piñatas. Sin embargo, las posadas, villancicos y pastorelas, con sus particulares expresiones, son aportaciones culturales de nuestro país, y símbolo de identidad. Sor Juana Inés de la Cruz escribió varios villancicos durante el siglo XVII.
A partir de las posadas, las festividades navideñas convocan a la reunión con la familia, amigos y vecinos. En palabras de la etnohistoriadora Amparo Rincón Pérez, jefa de Arte Popular de la Dirección General de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas de la Secretaría de Cultura, las posadas, que inician el 16 y concluyen el 24 de diciembre con el Nacimiento del Niño Jesús, simbolizan los nueve meses de embarazo de la Virgen María.
De acuerdo con la etnohistoriadora, en México el origen de las posadas data de 1587, cuando fray Diego de Soria, prior del Convento de San Agustín de Acolman, en el Estado de México, le pidió una bula o permiso al Papa Sixto V para celebrar las misas de aguinaldo, que tenían como propósito persuadir a todo el pueblo a participar en la celebración de la Navidad o Nacimiento de Jesús.
Siglos más tarde, en el XVIII, se adoptó la costumbre de designar a nueve vecinos para que organizaran las posadas y que una procesión llegara a sus casas en compañía de imágenes de la Virgen y San José. “Para hacer más alegre la recepción, se crearon las letanías –cantos para pedir y dar posada–. Ambos grupos, los peregrinos y los moradores, las entonaban”, comentó la etnóloga.
El ritual de los cantos concluye cuando se abren las puertas a los peregrinos para darles alojo. Pero la fiesta no termina ahí. Los posaderos reciben a los visitantes con una gran bienvenida, entre luces de bengala y silbatos. Rodeados de adornos, junto al Nacimiento y el árbol de Navidad, les ofrecen el tradicional ponche, bebida caliente preparada con frutas de temporada; además de antojitos y otros alimentos como los buñuelos con piloncillo o azúcar. Los anfitriones regalan a los asistentes dulces de colación multicolores, rellenos de cacahuate o cáscara de naranja.
Uno de los momentos cumbres de este festejo, que con el paso del tiempo la población lo ha llevado a las calles y vecindarios, es la costumbre de romper la piñata.
En palabras de Amparo Rincón, “Hay quien dice que fue Marco Polo, el famoso navegante veneciano el que llevó la piñata de China a Italia, donde se denominó pignata. De ahí viajó a España, hasta que llegó a México junto con la Conquista y la colonización”. La otra versión de la tradicional piñata –estrella de siete picos elaborada de barro o cartón– es que llegó a nuestro país en la Nao de China, también llamada Galeón de Manila: nave española que atravesaba el océano Pacífico una o dos veces al año entre Manila, Filipinas, y los puertos de la Nueva España).
Aún sin conocer cuál de estos dos relatos es el verdadero, la investigadora asegura que todos los estudiosos están de acuerdo en que proviene de China. En esta nación elaboraban figuras de vaca, buey o búfalo que cubrían con papeles de colores y se les colgaban instrumentos agrícolas. El relleno consistía en semillas, que se esparcían cuando los mandarines, jerarcas de la China imperial, las golpeaban con unas varas hasta romperlas.
“La piñata llegó a México, a Acolman, donde nacieron las posadas, y luego se extendió por todo el país. Su uso no tenía que ver con la diversión, sino con fines evangelizadores: se ligaba al demonio. Su forma representaba los siete pecados capitales y lo vistoso de sus colores era para atraer a los mortales”, argumentó Rincón Pérez.
La etnohistoriadora citó al escritor Edgar Anaya Rodríguez, quien justificó el significado de romper la piñata: “Debía ser destruida a palos con la venda de la fe en los ojos hasta obtener la fruta de su interior: el premio a la fuerza de voluntad ante la maligna tentación”.
Con el paso del tiempo, la práctica de romper la piñata adquirió una razón más festiva, incluso está presente en otros momentos, como en los cumpleaños. Su contenido también se ha diversificado –además de fruta, hay quienes la rellenan de dulces, juguetes y otros objetos–. En cuanto a su forma, ahora depende de la creatividad de los artesanos que las elaboran, lo mismo sucede con el Nacimiento, igualmente característico en estas fechas.
La costumbre de colocar el Nacimiento, dice Amparo Rincón, “se remonta hasta el año 1223, cuando San Francisco de Asís celebró la Navidad en un pueblo italiano llamado Greccio, donde preparó un pesebre e invitó a la gente a participar en una especie de representación. La idea se popularizó rápidamente en todo el mundo cristiano”.
La estudiosa refiere que este concepto fue llevado por primera vez al barro a finales del siglo XIV, en Nápoles. Luego, el Nacimiento tradicional como hoy se le conoce, se extendió por toda Italia y España. “En México esta costumbre fue adoptada desde el siglo XVI con el propósito de que los pueblos originarios conocieran y participaran en este acontecimiento”.
Aunado a lo anterior, esta tradición se enriqueció con elementos propios de algunas comunidades de México, como el paisaje, la flora y la fauna. Mucho tuvo que ver la creatividad y producción artesanal, de la cual la investigadora afirma: “Cobró mucha importancia, especialmente en el siglo XX. El Belén –compuesto por la Virgen, San José y Jesús– y el Nacimiento –con la escena completa– comenzaron a ser representados con diversas técnicas y materiales: barro, madera, piedra, fibras vegetales (como la palma, ixtle, tule, hoja de maíz), vidrio, metal y textil”.
Otros personajes como el diablo, los ángeles y los pastores, también se convirtieron en protagonistas de lo que en México se le conoce como pastorelas, representaciones escénicas en las que se narran las peripecias que encaran los fieles pastores para llegar a adorar al Niño Jesús.
“En su camino a Belén, los pastores se encuentran con el demonio, quien, para evitar que lleguen hasta su destino, les presenta muchos obstáculos, trampas y tentaciones contra las que tienen que luchar”, explicó Amparo Rincón, y comentó que se sabe que la primera representación en México de una pastorela fue en Zapotlán, Jalisco, donde se enfrentaron San Miguel y Lucifer.
La pastorela, como obra de teatro –añadió la investigadora–, nació en el siglo XIX, con José Joaquín Fernández de Lizardi, autor de la obra La noche más venturosa, que se representó con actores profesionales y un lenguaje culto, distinto al empleado por los pastores. Al tiempo, la historia se nutrió de humorismo involuntario, irónico y pícaro, propio del mexicano. Al igual que antes, ahora también se presta para hacer crítica política y social.
Estas fiestas navideñas, sin duda, son una expresión de convivencia y unión entre la comunidad, así como parte de una nación pluricultural. Aunque a lo largo del tiempo se han transformado y adaptado, continúan siendo prácticas que nos distinguen en el mundo, concluyó Rincón Pérez.
0 Comentarios